Lo primero que hay que decir es que el Barclaycard Center -denominación ridícula para bautizar al antiguo Palacio de los Deportes- es tal vez el local menos adecuado de la capital para ir a ver un espectáculo de estas características. De acuerdo, el antiguo Palacio de los Deportes era incómodo, tenía una pésima acústica y no estaba acondicionado a una velada musical, pero al menos tenía la excusa de ser el Palacio de los Deportes. El Barclaycard Center ha vuelto a poner en pie el disparate mixto de antemano y por partida doble: un insulto a la cultura y al oído, la prueba en cemento de que los madrileños tropezamos cuatro o cinco veces con la misma piedra.
Aun así, los responsables se esforzaron y lograron hacer de la velada un auténtico ejercicio de tortícolis. Para quienes nos hallábamos esquinados en un extremo de la gigantesca bóveda, el escenario tenía el tamaño de una caja de cerillas y las dos pantallas de tamaño ridículo colocadas a ambos lados exigían un auténtico ejercicio de faquirismo. Aun así, a pesar del suplicio y del precio prohibitivo de las entradas, merece la pena acudir al reclamo de Les Luthiers, el grupo cómico en activo más grande del planeta.
Son cincuenta años de carcajadas quintaesenciados en una docena de números que los legendarios supervivientes de la banda y las nuevas incorporaciones interpretaron con la destreza y la alegría de siempre. Entre todos ellos, por citar uno, el madrigal "La bella y graciosa moza marchose a lavar la ropa", una obra maestra del doble sentido y del pastiche renacentista. Pero entre la parodia, el humor blanco y los juegos de palabras, Les Luthiers deslizan auténticas bombas de efecto retardado, críticas tan demoledoras como "La comisión", la historia de unos políticos corruptos que encargan a un compositor de medio pelo unos pequeños cambios para adaptar el himno nacional a los intereses de su partido. Por una curiosa coincidencia, el "vote a la lista azul" evocaba de inmediato la política española actual:
– Nos sentimos honrados.
– Qué sensación tan extraña.
Faltaban muchos gags, sí, y también unas cuantas voces, pero eran todos los que estaban. En el recuerdo, fuera y dentro de las tablas, flotaba la última baja del grupo, el inolvidable Daniel Rabinovich, cuyo hueco es tan enorme que tuvo que ser cubierto por dos novatos magníficos: Horacio Turano y Martín O'Connor. Todo funcionaba a la perfección pero lo remoto del escenario daba al sexteto la apariencia de una caja de música, la lejanía de unas sombras cantando desde décadas atrás, en una juventud quimérica. Jorge Maronna ya no parece un crío revoltoso sino un señor mayor con el alma de un crío. Carlos López Puccio ha acabado por recalar en el anciano cachondo que prometían sus canas. Marcos Mundstock, con su voz de ultratumba, le va añadiendo años y años a un chiste en los que va pasando de cuarentón a octogenario. El tiempo ha nevado la barba y la melena de Carlos López Núñez. Nosotros, los de entonces, casi somos los mismos.