El pasado viernes, una potente cordada internacional −formada por el vasco Alex Txikon, el paquistaní Alí Sadpara y dos italianos, Simone Moro y Tamara Lunger− ha logrado una de las pocas proezas que quedaban pendientes en los Himalayas: el primer ascenso invernal a la cumbre del Nanga Parbat. Lo han conseguido después de 28 años y 29 expediciones fallidas, aunque mientras escribo esto, la mañana del sábado, todavía se encuentran inmersos en la peligrosa tarea del descenso. Como advirtió Kurt Diemberger, el único hombre vivo con dos ochomiles vírgenes a sus espaldas: "Un ochomil no te pertenece hasta que has llegado a la cima y has vuelto vivo al campo base. Mientras tanto, le perteneces tú a él".
Aislada del Karakorum por uno de los brazos del Indo y situada al pie de los valles floridos del Hunza, la mole rocosa del Nanga Parbat forma por sí sola una cordillera propia, el ocho mil más occidental del Himalaya y, tal vez, el objeto más grande sobre la superficie del planeta. Su cara sur, el Rupal, se eleva aproximadamente desde los 3.000 metros de altitud hasta los 8.125 de la cumbre, desplegando en esos cinco kilómetros de desnivel la pared de piedra y hielo más grande de la Tierra. Aunque su nombre sánscrito, Nanga Parbat, quiere decir 'la montaña desnuda', sus flancos están garabateados con trazos invisibles, escritos con sudor y sangre humana, con miedos, deseos y sueños. Probablemente, ninguna otra montaña (ni siquiera el Eiger, el Everest o el K2) cuenta con una estela de víctimas tan ilustres.
Allá por 1998, cuando empecé a trabajar en la ya extinta librería de viajes Altaïr, en Madrid, conocí a Rafael Conde, alpinista, viajero y lector empedernido, quien me habló por primera vez del Nanga Parbat. Por aquel entonces yo tenía treinta y dos años, y la historia de aquella remota montaña de Pakistán no sólo me pareció increíble, sino que armonizaba de tal modo con mi propia situación personal que terminé escribiendo una novela, Nanga Parbat, con la que acabé ganando el premio Desnivel de Literatura en 1999. Sentí que la cumbre de un ochomil era el símbolo perfecto de la soledad en que me encontraba. En cierto modo, el Nanga me hizo escritor.
La historia se remonta a 1895, cuando el gran alpinista inglés Alfred Mummery desaparece junto a dos sherpas en algún punto del flanco Diamir, en medio de un espolón que lleva su nombre y por una ruta que, todavía hoy, se considera imposible. La montaña devoró a uno de los grandes pioneros del alpinismo, pero no pudo borrar una gesta que no sólo era el primer intento serio de escalar un ochomil –algo completamente increíble en aquellos años–, sino también la primera escalada himaláyica en estilo alpino, una audacia que se adelantaba más de medio siglo a su época.
Tras la muerte de Mummery, el Nanga se hundió en su silencio milenario, mientras que el interés de los alpinistas occidentales se desviaba hacia otras montañas aún más altas, el K2 o el Everest. Pero, después del intermedio de la Primera Guerra Mundial, y tras el fracaso de los ingleses en tres expediciones sucesivas al Everest, se estableció una especie de duelo tácito entre las naciones occidentales para saber cuál de ellas sería la primera en conquistar un ochomil. Cuando Hitler tomó el poder, el duelo deportivo se convirtió en una cuestión de honor nacional, una forma de demostrar al mundo la superioridad absoluta de la raza aria. Los alemanes eran el pueblo elegido y ninguna manera mejor de avalarlo que conquistando por primera vez uno de los catorce ochomiles de la Tierra.
No se escatimó ningún recurso: se levantaron mapas y se enviaron aviones de reconocimiento para fotografiar la gran montaña, como si se tratase de un asedio militar. La brillante generación de alpinistas de entreguerras, con Welzenbach y Merkl a la cabeza, fue sacrificada en una serie de asaltos escalonados por la vertiente del Rahkiot. En unos pocos años, el Nanga se cobró más vidas humanas que todo el Himalaya y cuando, en 1937, más de quince hombres perecieron bajo una avalancha, los despachos de propaganda del Reich inventaron nuevos nombres, nuevos títulos para aquel enemigo imposible: alguien la llamó 'la Montaña del Destino Alemán', en una de esas largas y complejas palabras tan queridas por la retórica nazi. Más escuetamente, fue conocida como 'la Montaña Asesina'. Sin embargo, el Nanga Parbat fue el primer bastión que se resistió a la ambición de Hitler, como si las aventuras de los pobres montañeros que murieron en ella no fuesen más que el preludio del gran holocausto del nazismo y de la inmolación de Alemania en el altar de la guerra. Ocho años después de la paz, en 1953, un austriaco, Hermman Buhl, logró tomarse la revancha al coronar el Nanga Parbat por la misma vertiente que se había cobrado tantas vidas: el Rahkiot. Dos años atrás, los franceses habían ganado la carrera al coronar por primera vez un ochomil, el Annapurna. Pero Buhl logró escribir otra de las páginas memorables del alpinismo al completar una magnífica escalada en solitario desde el campo IV (6.850 metros) hasta la cumbre y, tras hacer un vivac a casi 8.000 metros. Por una vez, el Nanga permitió a un mortal contemplar aquel límite helado y misterioso del mundo, dejándole regresar con vida de la cumbre. Pero por desgracia, Buhl no sobrevivió mucho tiempo a esa hazaña prodigiosa que confirió a su apellido un impresionante e inesperado título de nobleza ('Buhl del Nanga Parbat') y murió despeñado en una de las aristas del Chogolisa.
A pesar de su conquista, la historia trágica del Nanga estaba lejos de terminar. Abandonada la vertiente de Rahkiot por su extrema longitud, nuevamente los alemanes dirigieron sus esfuerzos a vencer otro de sus baluartes: el Diamir. Y fue uno de los mejores escaladores de la posguerra, Toni Kinshofer, quien ideó y completó la ruta más rápida y elegante para llegar a la cumbre y que, hoy en día, se considera, la vía normal de la montaña. En 1962, la cumbre del Nanga era visitada por segunda vez. Sin embargo, en el descenso, el Nanga se cobró otra víctima, Sigi Löw, que murió despeñado, y Kinshofer logró regresar después de una retirada dramática, donde, al igual que Buhl, sufrió visiones espectrales en la soledad de la montaña. También Kinshofer murió poco después en una escalada, como si el halo fatídico del Nanga persiguiera a sus primeros vencedores allá donde fueran.
Sólo un hombre, otro de los nombres legendarios del alpinismo, Reinhold Messner, estaba destinado a desbaratar la maldición, pero a qué precio. Mientras formaban parte de una expedición internacional liderada por el doctor Herrligkoffer, Messner y su hermano Gunter escalaron por primera vez la formidable cara sur del Nanga, pero se encontraban demasiado agotados para intentar el descenso por el abismo vertiginoso del Rupal y decidieron descender por el flanco Diamir, iniciando así lo que sería la primera travesía completa de la montaña. Sin embargo, Messner perdió a su hermano en una avalancha y pasó una noche entera buscándolo. Fue en vano. Unos pastores hunzas lo rescataron a la mañana siguiente con los pies prácticamente congelados.
El Nanga se convirtió en una auténtica obsesión para Messner, el lugar de sus pesadillas, su monstruo personal. Cuando, años después, decidió intentar uno de los mayores retos jamás imaginados por el hombre (la escalada de un ochomil en solitario, desde la base hasta la cumbre), Messner eligió el Nanga Parbat. En 1974, un ataque de pánico le hizo volverse casi desde la base de la pared; en otra ocasión, la montaña lo rechazó sin contemplaciones. Pero, al fin, Messner llegó a la cumbre en solitario trazando un nuevo itinerario a través del Diamir, una ruta considerada suicida por la frecuencia que la barren los aludes, y que no cuenta con repeticiones. Por si fuera poco, sobrevivió a un terremoto en medio de la pared y, además, el movimiento sísmico desmoronó buena parte de su vía de escape, con lo que Messner tuvo que improvisar una retirada alternativa. En 1978 , solo, en lo alto de la cumbre del Nanga, Messner contempló el mismo panorama vertiginoso que se había desplegado ante Buhl treinta y cinco años antes. En las alucinaciones de la altitud y la fatiga, había visto a una extraña muchacha que le guiaba por los pasos nevados, del mismo modo que Buhl se desdobló y habló consigo mismo a través de su heroica caminata por la Meseta de Plata, o que Kinshofer, extenuado, atravesó un mar ondulante hecho de hojas de tabaco. Como si la soledad eterna del Nanga fuese demasiado grande para un solo ser humano.