Los realistas se están poniendo de moda, después de años de estar preteridos a favor, siempre, de la abstracción. Julio López Hernández, referente de la escultura realista de la segunda mitad del siglo XX, tiene ya 86 años, ha sido por lo menos reivindicado con la muestra 'El camino inverso', que la Academia de Bellas Artes de San Fernando, con el apoyo de la Fundación Santander, le está dedicando estos días, hasta el 6 de marzo, exponiendo 90 carboncillos, 16 medallas y 30 esculturas significativas de todos los períodos por los que ha pasado su obra. Conozco algo las esculturas de Julio López pero −esto es cuestión generacional− siempre sentí predilección por la que se encuentra en el Jardín Botánico de Madrid donde una niña, sentada, lee un libro. La niña, en cuestión, es Esperanza López Parada, hija del escultor, poeta y profesora de literatura e hija, asimismo, de Esperanza Parada, que formó parte, junto a su marido, pero también junto a Antonio López, Isabel Quintanilla, Amalia Bulnes y Francisco López, de lo que se llamó la escuela realista madrileña.
La historia, se dice, por no decir ciertas circunstancias, jugó en contra del realismo, pero no sólo en España, sino en países como Alemania, en cuya República Federal se apoyó en plena posguerra la abstracción porque el Realismo recordaba excesivamente al Expresionismo y la rebelión de las vanguardias de entreguerras. La abstracción, que podía ser transgresora, requería un conocimiento poco inmediato de la expresión de la obra y le alejaba del disfrute emocional de la misma a primera vista. Condición idónea para un país que estaba saliendo del trauma de la destrucción de una guerra terrible y necesitaba amnesia sobre su más inmediato pasado. En España, la abstracción se miró al comienzo con cierta prevención pero, poco a poco, los sectores más liberales del Régimen se dieron cuenta del potencial que significaba de cara al exterior el permitir que estos artistas expusieran fuera, donde algunos pertenecían a la nómina de artistas de las galerías más afamadas de Nueva York, París o Londres. El único caso de excepción fue, quizá, el de Antonio López, y ello por el auge que adquirió el hiperrealismo. Como elemento disuasorio del realismo cabría decir que la mayoría de sus componentes pertenecían a movimientos de izquierda, que en aquellos años equivalía a decir Partido Comunista. Desde luego, no el mejor pasaporte para medrar en plena Guerra Fría. Pero hay más razones.
Lo explica Marcela López Parada, hija de Julio López y comisaria de la muestra: a la indiferencia frente a la escuela realista se sumó, en 2011, la muerte de Esperanza Parada, su mujer, presente en tantos dibujos suyos, y esto fue la puntilla emocional, a lo que se sumó la crisis, que ha dejado en la estacada a artistas de calado.
Así, no fue sólo que Millares, Saura, Martín Chirino, Tàpies, entre tantos otros, fueran ensalzados por ser más modernos, sino que a este tipo de condicionantes se unió cierta indiferencia cuando, en los ochenta, resurgió el figurativismo porque se supuso, sencillamente, que estos realistas estaban pasados ya de moda y pertenecían sólo a un tiempo determinado y que nadie tenía ganas de reivindicar, nada menos que los años cincuenta. Horrible.
Pero el realismo se está poniendo de moda. En febrero, Julio López expondrá en el Thyssen en la muestra Realistas de Madrid, junto a Esperanza Parada, su mujer, su hermano Francisco López, su cuñada Isabel Quintanilla y Antonio López, el único que no es de la familia pese a apellidarse igual. La muestra es una de las grandes que podrán verse en Madrid este invierno y es una apuesta del Museo, apuesta seria, para dar entidad a un movimiento casi olvidado por esas injusticias donde el azar parece a veces determinante, apuesta que, de paso, es reivindicativa pero no exenta de cierta inteligencia, pues esta escuela cuenta con elementos muy valiosos para entender la evolución del arte español desde la posguerra.
Julio López crea mediante un origen, que se expresa en el carboncillo, y termina plasmándose en escultura, en bronce, material que adora. Tal pasión mantiene con el dibujo que recomendaba a su hija Marcela que dibujara todo lo que su vista y su mano alcanzasen. El carboncillo es, pues, la herramienta conceptual con la que el artista luego, interiorizando, da forma a esa expresión bajo la materia escultórica.
Esto se subraya con especial interés en esta muestra de la Academia de Bellas Artes de San Fernando porque en ella se ha querido que esa relación entre dibujo y escultura se haga patente. Así, en la exposición se ve esa relación pero tomada desde la óptica de la obra final que mira hacia el origen. Pero Julio López no sólo realiza ese diálogo entre materiales distintos sino que la palabra, sobre todo en sus últimos años, ha entrado a formar parte de la obra bajo el aspecto de comentarios sobre la misma, y eso hasta el punto de haber rehecho algunas obras a medida que iba comentándolas.
Por su parte, la Academia ha roto con esta muestra la tradición de que antiguos académicos no expusieran nunca en sus salas. Julio López es el abanderado de una generación olvidada de la que los próximos meses hablaremos largo y tendido. Sobre todo después de la del Thyssen.