Pascual García
Palidecía la primavera abrumada ante los brotes tiernos de su jugoso encanto de sandía roja con pepitas; fresca, muy fresca... El pálpito verde e incontrolable de la vida, de la vida de verdad -la auténtica, la del hueso de aguacate que conserva intacto el brillo- se adivinaba en sus andares imposibles, imprecisos, ajenos por completo a su magia... Pura, incandescente, sobrenatural, comestible, real como un trozo de pan crujiente enfrentándose a un huevo frito con puntillas, como los granos de mi puta jeta frente al espejo... Llevaba la ropa de los cuentos... de ese tipo de cuentos: los zapatos, los calcetines, la falda de cuadros, el jersey verde y los ojos amarillos. Nunca he visto unos ojos tan amarillos como esos. Era fácil intuir que, hace apenas unas semanas, la zancuda apariencia de sus piernas había dado paso a apretadas disputas entre dos muslos blancos, negros, llenos de carne, preludio de una braga blanca y grande, inconsciente, manipulable, llena de secretos. "Hola. Soy el malo que sale en los cuentos de las chicas buenas", le dije desde el asiento metálico de mi Harley.
Se mordió el labio tierno, como un higo, con sus dientes blancos y pequeños, y me sonrió... Supongo que tuvo suerte, porque a cincuenta metros acababa de dejar abandonada una tragaperras a punto de reventar... Y a ella sí que no podía hacerla esperar... "Volveremos a vernos, ¿no crees?"... "Claro que sí", me contestó...
(¿Continuará?)