Al principio pensé que lo que me fallaba era el vestuario, la presencia, el donaire, el cuerpazo, la cara. Que sí, que también. Pero luego, poco a poco, como todo el mundo, fui comprendiendo que eso era lo de menos, que desde la gomina en los cabellos hasta los lujosos zapatos de cuero, desde la elegancia al despedir a una novia hasta la forma de coger un cigarrillo, todo en Don Draper no es más que una armadura de humo, una maniobra de distracción para ocultar el hecho esencial de que ahí dentro no hay nadie. Hijo de una ramera que muere al darlo a luz y de un padre al que una mula manda de una coz al otro barrio, Don llega al mundo como un producto manufacturado al que falta lo esencial, es decir, el envoltorio, el eslogan, la etiqueta.
En la guerra de Corea cambia su destino por el de otro hombre -Don Draper- y certifica su orfandad, la mayoría de edad de aquel niño triste criado entre granjas y prostíbulos. Su atractivo animal e irresistible va mucho más allá de su media sonrisa irónica, su alzamiento de cejas o su coqueteo letal con el whisky. Tiene que ver con su soledad, su frialdad, su tristeza irrefutable, ese ligero balanceo al caminar acosado por un pasado que lo persigue a todas horas con facturas atrasadas: una mujer despechada, un empleado trepa, un hermano suicida. Se casó primero con una muñeca rubia hinchable que era la quintaesencia del sueño americano, luego con una secretaria encantadora que lo conquistó definitivamente con un anuncio de música francesa y, entre medias, con la viuda del hombre cuyo destino usurpó. Tal vez mi episodio favorito de Mad Men sea aquel en que Draper pasa un fin de semana entero en medio del infierno veraniego de New York encerrado en las oficinas de la agencia junto a Peggy, rehuyendo el teléfono, posponiendo la llamada para saber si ha muerto su falsa esposa de la costa este, si ya es viudo y huérfano del todo.
Dicen que el éxito de Mad Men proviene de su ambientación prodigiosa, su refinada crueldad, su reflejo del mundillo publicitario y su soberbio retrato de época, pero creo que esto también es lo de menos. Estandarte y epítome de los felices sesenta (cuando Lucky Strike todavía vendía tos con sabor a tabaco en lugar de un atajo al enfisema), Mad Men simboliza el canibalismo esencial del sistema capitalista: la agencia Sterling & Cooper siempre empieza por vender su alma al diablo. Ante lerdos fabricantes de margarina, ante propietarios de compañías aéreas, ante odiosos hoteleros y millonarios japoneses desconfiados, lo primero que hacen Don Draper y sus muchachos es un anuncio de sí mismos, un estriptís ético, un triple salto mortal en que demuestran lo bajo que pueden caer para arrastrarse a lo más alto.
Ahora que la campaña finaliza, su protagonista se encuentra al borde de esa definitiva elipsis que amenaza a los grandes actores condenados a triunfar seis o siete años seguidos antes de acabar abandonados en la cuneta. Le ocurrió a Michael Chiklis, que prestó su físico de garrapata calva a la energía alucinante de Vic Mackey; le ocurrió a Bryan Cranston, desarbolado tras su maligna encarnación de Walter White; le ocurrió a James Gandolfini, que fue a morir a Roma como atraído a la última emboscada de Tony Soprano. Jon Hamm acaba de salir de una cura de desintoxicación alcohólica por tomarse demasiado a pecho su ración ficticia de martinis e intenta retomar su trayectoria de actor secundario junto a su novia de toda la vida, Jennifer Westfeld, su perra Cora y un largo rosario de fracasos. "Yo no soy Don Draper" dice en cada entrevista, igual que Sánchez Dragó lleva una camiseta donde reza: "Yo no soy Dragó". No obstante, por un momento, cuando se comparan ambas biografías, parece que Draper y Hamm se parecen más de lo que ellos quisieran: uno fue vendedor puerta a puerta antes de que Sterling lo reclutara; otro fue camarero, actor en paro y encargado del atrezzo en películas porno. La estela de Don Draper, cuya silueta está cayendo de un rascacielos desde los títulos de crédito, lo perseguirá toda la vida, desde el momento en que se puso la gomina, los zapatos caros, y se ajustó la sonrisa hipócrita y la corbata de seda. Tiene razón Jon Hamm: él no es Don Draper, ese perfecto Don Juan yanqui que aseguraba que el amor era una palabra que habían inventado los publicistas para vender medias. De hecho, nadie quiere ser Don Draper. Ni siquiera Don Draper.