El tercer aliento

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Mayweather y Pacquiao en el 'combate del siglo'. Efe
El campeón estadounidense Floyd Mayweather Jr. (izda.) y el filipino Manny Pacquiao, en un momento del combate por el título mundial del peso 'welter' de la AMB celebrado el pasado 2 de mayo en Las Vegas. / Esther Lin (Efe)

Visto a golpe pasado, ya con las cuerdas destensadas y los guantes colgados, todas las expectativas, la publicidad y la increíble fortuna en juego por el ansiado encuentro entre Mayweather y Pacquiao eran a todas luces exageradas. "Cinco años para esto", sentenció Mike Tyson. La denominación clásica de 'combate del siglo' le iba tan grande a lo que sucedió la madrugada del pasado sábado en Las Vegas que muchos pensaron que debía ser porque los treinta y tantos minutos de la pelea les habían durado cien años. Nada que ver con los auténticos 'combates del siglo' certificados por la tradición, es decir, esas peleas titánicas que son fuego, pasión, electricidad pura. Los que enfrentaron, por ejemplo, a Rocky Marciano y Jersey Joe Walcott, Sugar Ray Leonard y Roberto Durán, Muhammad Alí y Joe Frazier, Julio César Chávez y Meldrick Taylor, Micky Ward y Arturo Gatti.

Aun así, la pelea entre Mayweather y Pacquiao superó netamente en beneficios netos y repercusión mediática no sólo todos los anteriores combates mencionados juntos, sino cualquier espectáculo deportivo que se les ocurra, incluidos mundiales de fútbol, Olimpiadas, Superbowl y finales de tenis. Lo que llama la atención, más allá de la exhibición de coraje que supone un asalto de tres minutos, es la expectación despertada por un espectáculo tan prehistórico como dos tipos pegándose en calzones cortos. Es una escena que nos remite de inmediato a la Roma de los gladiadores, donde las apuestas también corrían de mano en mano, y más lejos aún, al pancracio griego, donde los luchadores peleaban con las piernas y los brazos, las manos protegidas por correas que a veces llevaban tachuelas para hacer más daño. Un combate de pancracio no terminaba hasta que uno de los dos contendientes se rendía o moría.

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'El púgil en reposo'. / Wikipedia

Hay una bellísima estatua de bronce rescatada en las Termas de Constantino, El púgil en reposo, que revela la fascinación que ha rodeado siempre el misterio de la lucha. La estatua también dio título a un libro de relatos (por cierto, también bellísimo) de Thom Jones, un escritor norteamericano veterano de los marines y boxeador profesional con más de 200 peleas a sus espaldas, a quien los médicos prohibieron que volviera al ring por miedo a que acabara con daños cerebrales irreversibles. Jones se volcó en la escritura e intentó conjurar el embrujo irresistible del pugilismo con el fraseo poderoso de un directo al hígado. En el último relato, el entrenador, en el intermedio del octavo o el noveno asalto, sube al rincón donde el protagonista está sufriendo un castigo atroz y discuten sobre si hay alguna posibilidad de victoria, si la fatiga y el dolor se evaporarán gracias a ese ensalmo fisiológico conocido como 'segundo aliento'. Pero hace ya tiempo que el protagonista ha rebasado el segundo aliento, está roto por dentro y le pregunta a su maestro si alguna vez ha oído hablar de un tercer aliento. "Hay un tercer aliento", responde el entrenador. "Está en algún lugar entre este asalto y la muerte".

¿Por qué esta fascinación? Sospecho que la respuesta va mucho más allá de la evidente y burda glorificación de la violencia. Repudiar el boxeo por violento, en una época en que se borra una ciudad del mapa o se condena al hambre a muchedumbres enteras de un plumazo, es una estupidez y una hipocresía. Lo mínimo que puede responderse a ese repudio es que, mientras el ser humano siga siendo la bestia caníbal que es, el boxeo estará ahí para recordarle la necesidad de unas reglas, una liturgia y una ética. El boxeo es, precisamente, lo que nos distingue de los animales, que pelean instalados en un instinto atávico y no en una cultura. Fuera de la naturaleza, no existen peleas de perros o de gallos que no respondan a mecanismos jerárquicos o impulsos reproductivos. Pero cuando dos hombres suben al cuadrilátero, ese espacio regido por las leyes del marqués de Queensberry, no les ciega el odio, sino la rivalidad, y todas las tonterías y bravuconadas que se dicen son leños para aumentar la bolsa. A veces el guiñol se les va de las manos, como en el caso de Alí, al que Frazier no perdonó nunca los hirientes insultos con que calentaba la pelea, o la trágica muerte de Benny Paret, quien insinuó la posible homosexualidad de su rival unos días antes del encuentro. Norman Mailer cuenta cómo Emile Griffith, enloquecido, arrinconó a Paret, quien murió de pie, después de recibir 18 puñetazos seguidos en apenas unos segundos. Pero la muerte en el boxeo, como en el automovilismo o el alpinismo, siempre es un accidente, un azar trágico o un error del árbitro.

No. Sospecho que para muchos profanos lo insoportable del boxeo no es tanto su violencia como su obscenidad: la sangre, la fatiga, los golpes, la agresividad, el insensato despliegue de energía acumulado entre las 12 cuerdas. En una sociedad que intenta mostrarlo todo a todas horas, excepto el daño explícito causado a las víctimas, el boxeo nos recuerda demasiado a menudo el precio que hay que pagar por la civilización. Desde la mira telescópica (donde el cadáver apenas es un muñeco a través de un catalejo) hasta el dron (que convierte un bombardeo con cientos o miles de víctimas en un juego de ordenador), se trata de hacernos creer que el combate ya sólo es un simulacro, una cuestión de habilidad, de técnica, donde el sufrimiento propio y el del otro han quedado excluidos. Precisamente, la experiencia en primera línea de algunos soldados estadounidenses destinados en Irak y en Afganistán consistía en aislarse de la guerra mediante un casco integral donde atronaba música rock, órdenes de los mandos, cualquier cosa que los apartara del fragor y de la realidad de la batalla. Sin embargo, el boxeo nos recuerda que un puñetazo duele, es algo real, no una chispa en una pantalla o una pincelada roja en una película.

Joyce Carol Oates, autora del mejor libro que yo haya leído sobre el noble arte, dijo que el boxeo “es la mismísima imagen de la agresividad colectiva de la humanidad, de su continua demencia histórica”. No nos gusta que nos recuerden eso. También escribió a propósito de la monumental pelea entre Tommy Hearns y Marvin Hagler que la belleza suprema del boxeo consiste en un esfuerzo físico que se transmuta por obra de la gracia en un acto espiritual, lo mismo que el nacimiento, el sexo o la muerte: Lo cual nos retrotrae a la paradoja del boxeo, su obsesivo atractivo para muchos que encuentran no sólo un espectáculo que comporta sensacionales proezas de destreza física sino también una experiencia emocional imposible de comunicar con palabras; una forma de arte, como lo he sugerido, desprovista de análogo natural en las artes; por supuesto también es primitiva del mismo modo que pueden considerarse primitivos el nacimiento, la muerte y el amor erótico, e impone nuestro reticente reconocimiento de que las experiencias más profundas de nuestra vida son acontecimientos físicos, aunque nos consideramos, seguramente somos, seres esencialmente espirituales.

2 Comments
  1. camelwet says

    querido David. he recuperado un articulo tuyo de septiembre de 2012 «Los toros son cultura», es obvio que existe una incoherencia notable con este otro, no hay más que cambiar «toreo» por «boxeo» en tus artículos y serían totalmente intercambiables. Los mismos argumentos que utilizabas entontes para denigrar, lo haces ahora para enardecer. Increible.

  2. davidtorres says

    No suelo responder comentarios pero esta vez haré una excepción.
    Evidentemente no. No tienen nada que ver el boxeo y el toreo. El púgil puede elegir subir o no al ring. El toro no tiene elección.

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