Juan Larrea, el marginado del 27

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Cubierta de la obra.

Debería tratarse de acontecimiento el que por fin se haya publicado la primera y única biografía que de Juan Larrea se ha realizado, Juan Larrea, el hombre al que perseguían las palomas. El autor, José Fernández de la Sota, que ya había publicado algunos libros sobre Larrea, lo ha publicado en una editorial muy modesta, El Gallo de Oro, y llama la atención esta cuestión, la de la discreción terrible del asunto y la casi nula publicidad del libro, como si lo narrado en esa biografía se acompasara punto con punto, en una especie de destino de esotéricas intenciones, con la suerte del libro, pues convendría tener en cuenta que fue gracias a la irrupción de los Novísimos cuando se comenzó a editar en España a Larrea. Conserven, los que la posean, la edición de Barral Editores de Versión celeste, publicada en 1970; mejor no hablar si tienen la italiana, en traducciones de Luis Felipe Vivanco, Gerardo Diego, Carlos Barral y el autor mismo, que recoge la producción poética del escritor, porque es una auténtica rareza bibliográfica, al igual que Orbe, editado en 1990 en Seix Barral en edición de Pere Gimferrer, especie de diario personal que se extiende desde el año 26 al 32.

El caso de Juan Larrea es un caso típico de la otra España, no sólo la que tiene como víctimas a personas vinculadas con la política y lo social, liberales en el XIX, republicanos, liberales, socialistas y comunistas en el siglo XX, sino aquella, aún más silenciada, que es ya una tradición, la que deja cadáveres simbólicos en las cunetas. Lo de Larrea es casi metafórico: después de ser saludado como el artífice de la vanguardia en España, su amistad con Vicente Huidobro y la publicación en Francia de la revista, Favorables, París, Poema, su amistad con Gerardo Diego, que lo incluyó preferentemente en su célebre Antología, donde irrumpió la Generación del 27, después de influir en Rafael Alberti, sobre todo en la etapa de Sobre los ángeles, también en su teatro, después de medir ciertas fuerzas con personajes emergentes como Luís Cernuda, no hablemos de José Bergamín, que nunca le aguantó por sus especulaciones esotéricas, viene la guerra y su adscripción republicana hace que se enemiste con Gerardo Diego, al que considera un lacayo, y luego, por otras cuestiones que atañen a la dignidad, esta vez literaria, con Pablo Neruda, y es probable que detrás de esa enemistad estuviera la fascinación que a Larrea siempre le produjo la poesía de César Vallejo, a quién ayudo a que fuera conocido y a quién editó. Pablo Neruda le llamaba Juan Tarrea y éste Pablo Peluda y en poco más acabó la cosa, salvo que nunca se dirigieron la palabra.

Larrea es un raro: no hay más que leer Orbe, su dietario, para saber la importancia casi cósmica que otorgaba a las carreras de caballos porque tuvo, parece ser, una buena racha; libro, por cierto, que posee ciertas semejanzas con El libro del desasosiego, de Fernando Pessoa. Larrea es el poeta español más genuinamente surrealista y en cierto modo representa la correspondencia poética de lo que representa Dalí en el arte. Tanto es así que muchos creyeron que Un perro andaluz era una película en la que Juan Larrea estaba detrás, al igual que en el ejemplo de las imágenes fulgurantes de Poeta en Nueva York, de Federico García Lorca o en Espada como labios, de Vicente Aleixandre.

Sólo así cabe entender libros como El surrealismo, entre Viejo y Nuevo Mundo, Razón de ser, y Guernica, sobre todo éste, un libro que imbuye al cuadro de Picasso de tanta simbología que literalmente ahoga el alma artística del cuadro, justo lo que Larrea no quería. Cuentan que Pablo Picasso, cuando leyó el libro, se quedó un tanto estupefacto y se reía entre los amigos de las interpretaciones fantásticas, casi delirantes de Larrea.

Y es cierto: Larrea posee cierta carga delirante, al igual que Dalí. Es en lo único en que se parecen pues Dalí es artista famoso en el mundo y a Larrea lo han leído muy pocos y como mucho puede ser aspirante a escritor de culto, es decir, pasto de esnobs. Destino a veces cruel pero significativo de ciertas querencias muy pocos surreales y ciertamente miserables, aunque hay que decir que Larrea buscó siempre el anonimato incluso cuando tenía que salir en alguna foto, que en su época era casi un acontecimiento raro.

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Juan Larrea. / Efe

Larrea estuvo exiliado en Perú, publicando ensayos sobre la significación simbólica de América, De surrealismo a Machu Picchu, por ejemplo, y, sobre todo, ensayos certeros y hermosos sobre el poeta que ejemplificaba para él ese ideario americano, César Vallejo. Es también el autor del único texto genuinamente surrealista de la narrativa española, Ilegible, hijo de flauta, que Luis Buñuel quiso llevar al cine. Demasiada influencia... amigos de primera fila... imposible engañarse ante personalidad tan fuerte.

Larrea fue preterido durante años, hasta que los Novísimos quisieron reivindicarle por su adscripción vanguardista, pero el destino de Larrea, como buen seguidor de Vicente Huidobro, le hace ser un ultraísta, es decir, un vanguardista sin tribu que haya conseguido el éxito.

Luego, después de que Barral y, más tarde, Pere Gimferrer reivindicaran su figura y le editaran parte de su obra, lo cierto es que Larrea ha vuelto al limbo de los justos y los poetas actuales, de orden posmoderno o vitalista o claramente social, o no saben o no contestan.

Pero Larrea sigue ahí, el poeta más marginal de los del 27, tan marginal que buena parte de su poesía fue escrita en francés. Es de esperar que esta biografía comience a animar el cotarro.

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