Hace no muchos años, Javier Cercas y Arcadi Espada mantuvieron una agria polémica sobre la licitud o ilicitud de la ficción en periodismo, una discusión que fue tanto más sonada cuanto en el ecosistema literario español no abundan las disputas intelectuales. De hecho, tan poco abundan que Espada la zanjó de un modo bastante poco intelectual, al informar en una de sus columnas de El Mundo que Cercas había sido detenido en una redada que había tenido lugar en un burdel. La noticia de la redada era verdadera pero la inclusión del escritor allí era una propina imaginaria de Espada, quien de este modo, intercalando una infamia, creía que había demostrado que no se podía andar mezclando ficción y realidad en un periódico. Cercas se molestó bastante y Espada, con cierta prepotencia, replicó que sólo pretendía "dar una lección", lección que resultó bastante burda desde cualquier ángulo que se mirara, pues, para empezar, una cosa es la ficción y otra la mentira, y para seguir, una cosa es la noticia y otra la columna de opinión. En cualquier caso, el duelo vino a sacudir el amodorrado panorama literario español, ya que hubo plumíferos que se pusieron de parte de Espada y otros que defendieron a Cercas, aunque sólo fuese al precio de preguntarse (creo que fue Gistau quien lo hizo y además en el mismo periódico) si valía la pena molestar, difamar y hasta causar un daño evidente a la reputación de un colega sólo con tal de llevar razón. De hecho, para mí otra de las cuestiones esenciales que eludía la ficción prostibularia de Espada era esa unamuniana diferencia entre vencer y convencer.
Recordé aquella polémica con Espada (como quizá debió recordarla el propio Cercas) cuando en las primeras páginas de El impostor se relata un amigable encuentro entre escritores charlando acerca de Enric Marco en el que de pronto salta una alarma inesperada. Cercas dice: "Es como si todos tuviéramos algo de Marco. Como si todos fuésemos un poco impostores". E Ignacio Martínez de Pisón exclama: "Sí: sobre todo tú". Sospecho que este libro nació no tanto del asombro y el interés ante el caso Marco como del aguijonazo de ese vocativo: el íntimo temor de que un escritor no sea más que un mentiroso que dice la verdad.
La historia que dio pie a este libro fue una noticia que conmocionó a la sociedad española y a la catalana en particular, cuando se descubrió que Enric Marco, presidente de la Amical de Mathausen, representante de la asociación de deportados españoles, nunca había pisado un campo de prisioneros nazi. Marco no era más que un mentiroso que se había inventado un pasado a la carta no sólo para adquirir notoriedad sino también, quizá, para resarcirse de una vida vulgar en la que jamás brilló en nada. Sin embargo, Marco resultó un anciano escurridizo, encantador y simpático a cuyas dos biografías (la verdadera y la falsa) Cercas dedica una exhaustiva y brillante indagación de más de 400 páginas. El volumen va de la repulsión inicial ante la monstruosidad del engaño al estupor, la fascinación, y por último la comprensión e incluso la lástima. No obstante, hay una serie de leit-motivs que guían la escritura de Cercas y uno de los más importantes advierte: una cosa es comprender y otra justificar. En esa fina tierra de nadie entre la comprensión y la justificación, la realidad y la ficción, la verdad y la mentira, el libro de memorias y la novela, se mueve esta novela que no lo es ni quiere serlo.
Y es un movimiento bien difícil, a veces reptando para descubrir una línea perdida entre los archivos de un campo de concentración, a veces bailando sobre la cuerda floja al repetir las peroratas ególatras de su personaje. Porque no hay una sola razón que explique ella sola las mentiras de Marco, como tampoco hay una sola explicación al hecho de que lograra engañar a tanta gente durante tanto tiempo. El asunto es complejo y, como advierte Cercas desde el comienzo, para forjar una buena mentira es necesaria amasarla con verdades a medias. Para empezar, es cierto que Marco fue detenido durante el franquismo, pero no fue por motivos ideológicos sino por un robo de lo más corriente. Tampoco es cierto que fuera deportado durante la Segunda Guerra Mundial, sino que viajó, como tantos otros españoles de la época, con el beneplácito de Franco, para trabajar en la industria de guerra alemana. En Kiel fue detenido y pasó unos meses en prisión pero no llegó siquiera a pisar Flossembürg. Con esos ingredientes carcelarios, más unas fotos de brutalidad policial, Enric Marco se fabricó una impresionante fábula de resistente antifranquista que lo llevó primero a la directiva catalana de la CNT y luego a ser portavoz de las víctimas españolas del Holocausto.
"Todo era por una buena causa" se justifica Marco, aunque parece que uno de los móviles de esa superchería (que lo llevó a presidir organizaciones benéficas y a dar charlas innumerables en institutos e incluso un discurso ante el Congreso de los Diputados) es el narcisismo irresistible del personaje, un hombre al que se le hacía muy poca cosa su vida gris y mediocre (como tantas otras de la época) y se fabricó unas memorias heroicas a medida del mismo modo que Alonso Quijano se inventó a Don Quijote. Es Cercas quien traza el paralelismo cervantino pero también es él quien advierte las diferencias esenciales: la locura de don Quijote, que no engañaba a nadie; la egolatría de Marco, que engañó a todo el mundo. Y la conclusión del libro, verdaderamente terrible, es que Enric Marco engañó a un país entero porque el país entero quería que lo engañaran, porque España entera no podía vivir con la idea de haber sido un país sucio y acobardado bajo una tiranía de cuatro décadas. La fábula de Marco se corresponde con esa otra fábula llamada Transición, con la fábula de tantos otros españoles que, con el cadáver de Franco todavía caliente, se apresuraron a imaginar un pretérito perfecto en el que corrieron delante de los grises e imprimían octavillas en lugar de ocupar cargos y cumplir órdenes en el organigrama del régimen. Marco, embustero cinco estrellas, llevó al extremo ese lavado de cara del que ahora volvemos a conocer la cruz: la idea de que el franquismo, en realidad, no fue tan malo ni tan fiero como la pintan. Otra fábula, tan falsa y consoladora como la otra.
Con todo, creo que el auténtico caballo de Troya de este complejo artefacto literario se encuentra en un diálogo portentoso (un trampantojo que yo no veía al menos desde Casa de campo del gran José Donoso), un capítulo donde el personaje y el novelista (que llevan los nombres de Cercas y de Marco pero que no son exactamente ellos mismos) discuten en un careo perfectamente ficticio, un juego de espejos donde el escritor se interroga sobre los límites de la ficción, la servidumbre ante la verdad y el sentido último de la novela. ¿Es todo novelista entonces nada más que un mentiroso que dice la verdad? Pasen y lean.