La verdad propia de Julio Caro Baroja

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Julio Caro Baroja. / Efe

En noviembre, un mes cruel con que acompañar al abril de Eliot, habría cumplido Julio Caro Baroja cien años. Comoquiera que está muerto desde 1995 pensará el lector que a cuento de qué viene esto. Y viene a cuento de que a Julio Caro Baroja no se le ha honrado como corresponde a un hombre de su valía e independencia intelectual y moral, y, más aún, a un hombre bondadoso y modesto, aquejado de aversión a la pompa y la circunstancia.

En un país donde el deporte más practicado se relaciona con el autobombo o el cultivo de amistades estratégicamente situadas para ser premiado con grandes reconocimientos, es doblemente valioso un ser humano del tamaño de Julio Caro Baroja. Así que, por eso escribo.

No me refiero, con lo de la honra, a que tengan las autoridades que dar su nombre a más institutos de enseñanza media, ni aún a museos o plazas, me refiero a la honra auténtica que debe rendirse a un escritor, la honra de leerle.

De Julio Caro Baroja puede elegirse entre sus escritos sobre folclore, etnografía, fisiognomía, historia, mitología, brujería, vasca condición y artículos de prensa, más ligados a deshacer mentiras históricas que propiamente políticos. Todo ello es muy valioso, aunque haya que recordarlo en este modesto espacio.

Lo que más se añora de este vasco de Madrid es su impecable independencia que, lejos de exhibir en las ocasiones que tuvo de hacerlo, que fueron muchas, atesoraba celosamente con gran discreción.

“La vida es una bebida muy fuerte y para diluirla hay que leer, pensar, retirarse un poco para no dejarse llevar por la barahúnda. En España veo que hay poca gente que tenga esa previsión. La gente no nota esa especie de desgaste que produce la vida”, tiene dicho en alguna entrevista; muchos que, llegados a la vejez, aún no saben lo que son de verdad.

Empezó a leer con las Fábulas de Samaniego que le impuso su abuela, siguiendo una tradición muy del XIX, hasta que su tío Pío le salvó con versos satíricos de autores varios. Su educación y sensibilidad por lo popular le dieron alas para romper clichés, tanto favorables como no, arraigados en la sociedad de su tiempo, algunos de los cuales no han hecho más que crecer y afianzarse para dar razones a los que carecen de argumentos válidos.

Liberó batallas por que la gente valora la literatura de cordel -los romances de ciego- tan despreciada por la gente distinguida: el mundo popular de los siglos XVII al XIX que tanto fascinó al niño de Vera y que influyó en escritores como su tío, Valle Inclán, Unamuno y, más tarde, García Lorca.

Tuvo la suerte de conocer brujas cuando adolescente y cuando se encontraba en plena inmersión en la etnografía y en el estudio del proceso de Zugarramurdi. Sus conclusiones están en un libro clásico: Las brujas y su mundo y también en Brujería vasca y en Inquisición, brujería y criptojudaísmo.

En Formas de la religiosidad la emprende con el tópico del catolicismo monolítico español y estudia la diversa manera de ser católico que tienen campesinos, mercaderes, guerreros, ricos y pobres, con lo que, en sus propias palabras, “la imagen vulgar y un poco apestosa del catolicismo español como sistema sin matices se me ha descompuesto”. A Julio Caro no le asustaba que se le descompusieran las certidumbres. Le divertía, más bien, descacharrarlas.

Sus amigos de cuando estuvo enseñando en Oxford le animaron a escribir, le metieron en líos literarios, menos mal. Pasó con Las brujas y también con su estudio sobre el honor y la vergüenza en los países del Mediterráneo, publicado primero en inglés, como el anterior, y traducido luego al español desde el inglés, en vez de desde su manuscrito original. Así pasan las cosas.

Escribió sobre los mitos, desde el mito del carácter nacional hasta los mitos vascos y sobre los vascos. Enemigo acérrimo de los lugares comunes, escribió sobre Las falsificaciones de la historia, un libro que reeditó Círculo de Lectores hace cuatro años y que movió a Juan Goytisolo a escribir un elogioso articulo en El País. Todos los libros se encuentran en la editorial de Caro Reggio, que ahora llevan su hermano Pío y su hijo.

Como le pasó a su tío, el autor de Las aventuras de Shanti Andía, su extremada racionalización de las relaciones humanas le condujo a la soltería donde no se veía amenazado por conflictos irracionales -muchos de ellos- que pudieran apartarle de su trabajo y de su pensamiento.

Escribió Los Baroja -bello ejemplo de saga, lleno de poesía- como ancla a la que agarrarse ante las sucesivas pérdidas: su madre, sus dos tíos, Pío y Ricardo, en poco tiempo. Para él, lo 'barojiano' es una forma de la propia verdad, “creo que cada hombre debe tener su verdad, no la que se toma de un credo religioso o político, sino una que salga de dentro. La forma propia que tiene un ser humano de interpretar la verdad es lo que mi tío aportó en un país en que la verdad propia no es de lo que más se cultiva; se cultivan verdades generales, lirismos sobre el valor absoluto de las ideas de uno, nunca de las de los demás”.

Y ¿qué es la verdad?, preguntó Poncio Pilatos mientras se daba la vuelta sin esperar respuesta. Pues, eso.

5 Comments
  1. Femojias says

    En verdad a los Barojas no se la he dado el reconocimiento que sí han recibido otros autores de dudosa originalidad. En particular a Julio Caro, quien ha transmitido armonía y conocimiento. Véase sin más su obra sobre la arquitectura popular.
    ¿Será porque no encontraron al poeta que los consagre para la inmortalidad. Acaso es Elvira.

  2. Pascual Serrano says

    Recuerdo, con nostalgia y alegría a un tiempo, una visita de estudiante con unos compañeros de colegio mayor a Vera de Bidasoa. Observando un caserón majestuoso, vimos a un ancianito mirar por la ventana tras una cortina. Al poco, bajó, abrió la puerta y se presentó diciéndonos si queríamos ver Itzea, la casa de los Baroja. Era don Julio, humilde y sabio, que en ese verano del 86 nos enseñó a unos veinteañeros a amar la literatura, la historia y la vida en lo que se tarda en recorrer una casa.
    Un saludo, compañera.

  3. Bernardinas says

    Julio Caro es eso que, muchas veces impropiamente, se llama un escritor de culto, es decir, alguien que no necesita de homenajes ni meriendas para que siga siendo necesario. Sus fieles hablamos de él con frecuencia en la red. Busca otro autor de su generación que tenga tantas entradas en blogs privados. Es la gente (tú, yo, él), no los festejos, la que mantendrá viva su obra y su memoria. Para mí, Julio Caro es un símbolo de aquello que, cuando yo era adolescente, se llamaba ir «buscando el norte». Gracias a los dos.

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