Reencuentro con Onetti. Veinte años después, es el título de una exposición curiosa, por rara en nuestro país, donde se muestran primeras ediciones, cartas y objetos personales de Juan Carlos Onetti, que tiene lugar en la Sala Frida Kahlo de Casa de América hasta el 15 de noviembre. La exposición ha sido comisariada por Claudio Pérez Miguez y Raúl Manrique Girón y los fondos provienen de la colección de la Casa del Escritor. Se ha reproducido el salón y el dormitorio de aquella casa de la Avénida de América donde Onetti, una vez que fui a hacerle una entrevista, creo que con motivo de la publicación de Dejemos hablar al viento, me señaló desde la cama la terraza donde se enredaban algunos geranios y adelfas y me espetó: “Esto es cosa de Dolly. Vivo como en la selva”.
Hace veinte años que murió Onetti y aquí pasó los últimos veinte años de su vida, donde recibió el Premio Cervantes, gracias a la labor del diplomático Juan Ignacio Tena, director entonces del Instituto de Cultura Hispánica, después de su exilio de Uruguay a raíz de haber pertenecido a un jurado que otorgó un premio a un cuento que los de Bordaberry juzgaron pornográfico y hasta de incitador al asesinato. Su autor, Nelson Marra, fue luego compañero mío en El Independiente y tengo que decir que llevó el estigma de culpabilidad con gran dignidad y sentido del humor: si Onetti era incapaz de matar una mosca, a pesar de sus poses fotográficas con pistolas de juguete, Nelson ni siquiera era capaz de matar un ácaro por accidente. Casi fueron acusados de terrorismo pero sufrieron cárcel, humillación y desesperación. Siempre se me olvidó preguntar a Marra si alguna vez vio a Onetti en Madrid, pero conociendo al viejo es seguro que le huiría. Era supersticioso.
Dolly Onetti, que estaba en Buenos Aires, vino a la inauguración, a pesar de sus 89 años. Cuarta mujer de Onetti, violinista en la Orquesta Nacional, fue la sombra del escritor durante su última etapa y la mujer que logró domesticar esa llaga del corazón que se percibe en El infierno tan temido. En cierta manera Dolly no podía faltar a una exposición donde se exhibían los cachivaches de su casa porque era parte ineludible de la misma, la que la gobernaba en dignidad y decencia. Así que contemplar, de nuevo, la cama donde el autor de La vida breve pasó los once últimos años de su vida, es el objeto que más llama la atención del visitante, con Dolly allí presente, tenía algo de fantasmagórico, como si la casa de Avénida de América fuese Buenos Aires o Montevideo y lo que se mostraba en la Sala Frida Kahlo correspondiera al paisaje de Santa María, hecho de sueño, nostalgia y donde todo estaba en su sitio en apariencia... levemente descolocado en realidad.
También la máquina de escribir, que era objeto de veneración onettiana, como periodista y hombre de su generación. Un día me mostró una pluma Montblanc Meisterstück que le había regalado Ramón Chao, que le hizo un libro de entrevistas espléndido, y me dijo que con una de esas Reagan y Gorbachov habían firmado un tratado de desarme pero, y aquí puso gesto de malestar 'onettiano': “Se le sale la tinta”.
Primeras ediciones de sus libros, de La vida breve, de Juntacadáveres, de El astillero, cartas dirigidas a Octavio Paz, a Gabriel García Márquez... mientras entreleo esas cartas me viene a la cabeza una imagen, la de Onetti partiéndose de la risa ante tamaña muestra de fetichismo por parte de los asistentes a la exposición. Le hubiese salido el gesto sarcástico, él, que decía respetar a Buda: por la habitación tenía su sitio un Gautama que resplandecía con cierta incongruencia en ese lugar que siempre tuvo un aire de provisonalidad estudiantil.
Están los libros que siempre tenía en la mesilla de noche y que consistía en su mayor parte en novelas policiacas, que era lo que gustaba; por ahí se encontraba su pasaporte y un documento que me pareció incongruente, por la imagen de ácrata estudiantil que siempre poseyó este escritor genialoide, el de su nombramiento como Director de Bibliotecas de Uruguay, en 1957, lo que me llevó a pensar, acordándome de Jorge Luís Borges, en que hubo un tiempo en que en las bibliotecas de América del Sur sus directores podían ser escritores de inmenso talento.
No podían faltar las fotos: con el mentado Borges, con Juan Marsé, con Juan Rulfo, con el que protagonizó sonadas anécdotas en el Congreso de Escritores de Canarias, donde se conocieron por primera vez, con Eduardo Galeano...
Mientras contemplo las primeras ediciones de sus libros que han colocado en una estantería a modo de pasillo y pienso que Onetti rechazaría esto porque en el fondo tenía mentalidad moralista y esto le debía parecer lo más próximo al culto católico de los relicarios, no le faltaba razón, veo en la máquina de escribir la carta que envíó a Carmen Balcells interesándose por el dinero que Gallimard le iba a dar por la traducción al francés de una de sus novelas. Sortilegio. El fetichismo desaparece como por ensalmo y lo sustituye el reclamo de un artista a un editor por su sustento. Buen final para una exposición de objetos personales que he rellenado con anécdotas personales, en justa correspondencia.
Merece la pena verse.