David Torres
Pocas veces se lo pasa uno tan bien como cuando lo pasa mal, siempre que ese mal rato esté controlado. Este paradójico principio del placer, el mismo que anima el masoquismo y la lectura de cuentos de miedo, fue el que Freud descubrió debajo de un deseo inconsciente llamado tánatos, la pulsión de destrucción y muerte que se opone al eros, el impulso creativo y vital. En un ensayo que debería ser célebre, Rafael Llopis reveló que los relatos de terror son al tánatos lo mismo que la pornografía al eros: una gratificación sensual, un excitante simulacro de lo macabro, un tobogán de escalofríos en el que experimentamos las delicias de la tumba y el sabor a cenizas del más allá.
Desde sus inicios, la pantalla de cine fue una puerta abierta al miedo, un pozo negro desde el que apartar los ojos, una oscuridad dispuesta a poblarse de fantasmas, monstruos y espantos, pero también de anhelos innombrables. Algunas criaturas, como el Hombre Lobo o la Momia, encontraron en el cine (y más aun en el cine mudo) el nicho que no les había proporcionado la literatura, mientras que otras, como los vampiros, han proliferado a lo largo y lo ancho de las décadas. Luego, en la década de los 60 el romanticismo deja paso al primer monstruo materialista de terror: el zombi. Y desde él, llegará el gore, la obscenidad, la truculencia llevada al límite en una exposición de casquería y entrañas no apta para todos los públicos. Pero, cuidado, lo mismo que ocurre con la pornografía, aquí el exceso puede arruinar el orgasmo y desembocar en la risa involuntaria. El género de terror precisa de una inocencia absoluta, una precisión quirúrgica y un domino técnico capaz de hacer verosímil cualquier horror. He aquí diez de las peores pesadillas que haya parido el séptimo arte:
Nosferatu, de William Murnau (1922)
Ni Browning, ni Fisher, ni Herzog, ni Coppola lograron igualar el poder de Murnau en su creación de una atmósfera maligna. Tampoco Lugosi, Lee, Kinski u Oldman lograron encarnar al vampiro con la fascinación y el misterio que Max Schreck le imprimió al suyo. Adaptación libre del Drácula prohibida por la viuda de Stoker, perseguida, casi destruida y salvada in extremis en unas pocas copias, llena de mitos y leyendas negras, esta cinta maldita permanece inalterable como un monumento de luz en las tinieblas.
La Parada de los Monstruos, de Todd Browning (1932)
En un circo lleno de criaturas deformes, una hermosa contorsionista y un forzudo representan la normalidad física. Sin embargo, el bien y el mal aparecen invertidos, cabeza abajo, como el negativo horrendo de una película de Disney. Rodada entre auténticos monstruos de feria, seres grotescos y mutilados a los que prestó toda su ternura, Browning elevó esta fábula de la crueldad a alturas insospechadas de belleza, un canto a la humanidad mutilada, una película escalofriante que arranca las lágrimas.
La Invasión de los Ladrones de Cuerpos, de Don Siegel (1956)
Siegel corporeizó todo el temor de la caza de brujas y la fobia al comunismo con esta delirante fantasía de ciencia-ficción donde unas criaturas del espacio exterior toman la apariencia física de los habitantes de una pequeña ciudad de California y desde allí empiezan a extenderse por el mundo. Aunque la censura le obligó a colocar un absurdo happy end, tan apresurado y falso como el de un sueño (en la época no se podía sugerir siquiera la posibilidad de una invasión, ya fuese de extraterrestres, japoneses o de bolcheviques), y la producción es pura serie B, sigue siendo muy superior a todas las versiones que han venido después, incluyendo el extraordinario remake de Kaufman en 1971. La secuencia del beso, donde el protagonista se da cuenta de repente de que ella ya no es ella, no es sólo cine de terror sino cine elevado a la enésima potencia.
Psicosis, de Alfred Hitchcock (1960)
Basada en la novela de Robert Bloch y en la malsana atracción que Hitchcock sentía por la historia de Ed Gein, un homicida que vivía entre cadáveres putrefactos, el mago del suspense logró un pleno absoluto con esta obra maestra de la psicopatía donde a los cuarenta minutos nos quedamos huérfanos de protagonista y empieza otra película: un complejo edípico lleno de agujeros, de ojos muertos, de cuencas vacías y de aves disecadas. La célebre secuencia del apuñalamiento en la ducha, con su multitud de cortes de montaje y los desquiciantes violines de Hermann, es tan traumática que prácticamente no hay película posterior donde salga una ducha y no haga una referencia, cómica o no, un guiño, un homenaje.
La Noche de los Muertos Vivientes, de George A. Romero (1968)
Rodada con pocos medios y actores aficionados, en un blanco y negro espeso que permitía al chocolate pasar por sangre, con evidentes desmayos de ritmo y un guión algo deslavazado, sigue siendo, a pesar de todos sus defectos, la cinta que inaugura el terror moderno y que anuncia el monstruo definitivo: el zombi, la encarnación de la otredad, el vagabundo, el mendigo, el emigrante. Cuando viajaba en autómovil a Nueva York, con las latas de la película en el maletero, Romero se enteró del asesinato de Martin Luther King y comprendió que, con el final del negro tiroteado en la cabeza, había filmado la mejor metáfora política de su época.
El Otro, de Robert Mulligan (1972)
El color llega por primera vez a la lista en esta película donde Mulligan filmó la cara oscura de Matar a un ruiseñor. Lejos de la previsible oscuridad, la niebla y las casas encantadas, aquí el horror surge a pleno sol, en medio de la campiña, con una pareja de niños gemelos que dieron vida a la más perversa encarnación de la infancia malvada que haya parido el cine. Imitada una y mil veces, desde la caracterización de sus protagonistas a sus sorprendentes giros argumentales, ninguna de sus herederas ha podido superar el genuino espanto de esta fábula rural donde la vida y la muerte juegan al escondite.
El Exorcista, de William Friedkin (1973)
Lo demoníaco, que había estado algo escondido durante décadas de descreímiento, saltó en primera plana a la pantalla en esta insuperable obra maestra. Pero de fondo, al igual que en La semilla del diablo, de Polanski (otra que podía estar perfectamente en este decálogo), la historia jugaba con el temor patriarcal a la libertad femenina: más de un crítico ha señalado que los jugos malignos que despide el cuerpo de la niña ocultan la fobia masculina a la menstruación. Unos cuantos directores declinaron la oferta de adaptar la novela de Blatty porque les parecía que no trataba de otra cosa que de las torturas inflingidas por la autoridad (sacerdotal, médica y policíaca) a una niña indefensa.
Trailer oficial de 'El Exorcista'. / MovieClips (Youtube)
El Resplandor, de Stanley Kubrick (1980)
Stephen King se mosqueó bastante cuando vio lo que Kubrick había hecho con su novela: una inigualable recreación de un espacio maléfico. La historia se desarrolla en el interior de la mente transtornada de Jack Torrance, el guardián de un hotel perdido en la montaña que acaba siendo el personaje principal (los largos pasillos, las puertas cerradas, las alucinantes escaleras, los sótanos) y que se va poblando de fantasmas. Entre las muchas lecturas simbólicas de esta película (desde el ello freudiano a la trinidad cristiana), hay quien ha visto también una referencia oblicua al genocidio indio.
Funny Games, de Michael Haneke (1997)
Haneke dio la vuelta a todos los clichés del género con esta historia enfermiza y angustiosa en la que dos jóvenes psicópatas entran en la vida de una familia armados con sendos palos de golf. A pesar de que rompe a cada rato el principio de la cuarta pared, haciendo que uno de los muchachos hable directamente al espectador, la sensación de realidad es tan poderosa como fascinante. Por mucho que nos pese, y pesa mucho, Funny Games es cine en su máxima expresión, sin apenas una nota de gore: un fiel reflejo de la psicopatía contemporánea, asco y desasosiego en estado puro.
Trailer de 'Funny Games'. / GermanMovieClips (Youtube)
Mártires, de Pascal Laugier (2008)
Los franceses llegaron tarde al género pero, cuando lo hicieron, literalmente no dejaron títere con cabeza. Entre las notas esenciales del llamado cine de la crueldad francés de comienzos de milenio destacan la visceralidad repugnante de las imágenes y la preponderancia de personajes femeninos. Laugier filmó la que tal vez sea la cúspide del movimiento, la casi insoportable Martyrs, en la que las escenas de tortura y la violencia explícita cuajan en un guión imprevisible que termina siendo a la vez un estudio místico y un ejercicio de lógica cartesiana. Muy francés todo.
Noto a faltar os vamos a dar por el c*** del PP
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