Elvira Huelbes
Dice Soledad Puértolas, en unas páginas confesionales de inusitada frescura en el ámbito español de las inexistentes confesiones: “el amplio y complejo mundo de los demás es, en definitiva, la materia de cuanto escribo… Y, como la literatura, es una de mis fuentes de conocimiento. Por eso me gusta escribir sobre asuntos literarios, sobre mis autores preferidos, los clásicos, los que me ayudan desde la autoridad de su inmensa sabiduría, y sobre textos escritos en nuestro presente…”
De eso va el volumen que ha publicado la Universidad de Valladolid, Nostalgia de los demás (Renglón Seguido, 2014) y que reúne textos dispersos que en su día fueron trazados con una línea de coherencia, que es la que comenta la autora en el epílogo y que acabo de subrayar.
Con emoción y buen humor, Puértolas desgrana las cualidades de los Maestros que han guiado su formación como escritora, empezando por Cervantes, de cuyo Quijote saca sus admirados personajes secundarios, como destacó en su discurso de entrada en la Real Academia Española.
Pero también de las páginas más intimistas de Pío Baroja o de la mirada de compasión de Anton Chéjov, o de Juan Rulfo, en cuya Luvina ve la autora aragonesa su angustia reflejada "de manera perfecta e inesperada", destacando que en el ambiente opresivo de los escenarios del escritor mexicano, así como del uruguayo Juan Carlos Onetti, Puértolas advierte correr el aire de la liberación que respira el creador: “El aire que se respira, más que en ningún otro autor, en Cervantes”, concluye.
En el capitulo de sus Compañeras de viaje, maestras también algunas de ellas, SP argumenta sobre la injusta calificación de antipática que arrastró toda su vida Rosa Chacel, quizás porque “tenía la osadía inaudita de confiar en sus libros” en un país que la menospreció. Aquí echa mano de los recuerdos y de algunas conversaciones mantenidas con escritoras como la aludida, Carmen Laforet, Ana María Matute, Carmen Martín Gaite, Josefina Aldecoa, María Victoria Atencia, de la que recoge algunos versos significativos:
“bendita seas, discordia constante, vida, huera
transigencia
y ensayo general de soledades” (Las contemplaciones, 1997).
Apela en el libro también a sus Aliados, entre los que cuenta y canta alabanzas de Clarice Lispector, de El corazón es un cazador solitario, de Carson McCullers, de Emma de Jane Austen, de las Memorias de Africa de Isak Dinesen, de El Viejo orden, de Katherine Ann Porter, de El nadador, de John Cheever, con quien comparte su afición por surcar largos de piscina durante horas.
Muy destacado el capitulo de recuerdo y reconocimiento de José Luis López Aranguren, que fue su profesor en los años de California y del que destaca “su necesidad de compartir con los demás los grandes y pequeños descubrimientos de la vida” (inciso personal con disculpas pedidas: tuve la suerte de que Aranguren compartiera conmigo una larga e inolvidable visita a María Zambrano, recién llegada a Madrid de su exilio). Así como su capacidad de discutir y debatir sin alterarse, con tranquilidad. Una cualidad que aquí no sobra.
El capitulo más diverso es, quizás, el llamado Los demás, donde Puértolas divaga sobre el lector desconocido, los que no necesitan leer novelas, el nadar y el narrar... en un ejercicio de libertad muy estimulante al que se asoma una escritora de mis entretelas -más disculpas-, Natalia Ginzburg, la autora de Las pequeñas virtudes, que confiesa –pues de eso va el libro, les recuerdo-: “Mi oficio es escribir historias, cosas inventadas o cosas que recuerdo de mi vida, pero en cualquier caso, historias, cosas que no tienen nada que ver con la cultura sino sólo la memoria y la fantasía”.
Y hay que terminar con lo que se empezó: con los demás y la nostalgia que produce su ausencia: “Nostalgia de la vida que no viviremos, nostalgia del tiempo que se va y de los espacios lejanos que nunca llegaremos a conocer. Nostalgia de esos seres que habitan con nosotros en un mundo indescifrable”.