Ha muerto un escritor de bandera. Probablemente, el más popular embajador de la lengua española después de Cervantes. Un periodista de Aracataca, Colombia, de modestos orígenes, enamorado de su oficio, pero con alma suficiente para dar palos más altos que los de la humilde tarea de gorrión de diario. Una fuerza que le vino de los paisajes de su tierra y de las historias que le contaban sus abuelos, unas batallitas que le dieron mucho juego al narrador colombiano.
Podría decirse que Gabriel García Márquez le debe toda su gloria literaria al abuelo, del que también recibió su segundo apellido, el materno. Su abuelo Nicolás inspiró las hazañas del protagonista de Cien años de Soledad. Y la trascendencia de esa novela, traducida a muchas lenguas, le supuso el Premio Nobel de Literatura. Pero no fue menos importante lo que le contaba su abuela, Tranquilina, que llenó su infantil cabeza de aparecidos y fantasmas, prodigios que ella relataba como si se tratara de ir por pescado. También fue un importante personaje: la Ursula de su afortunada novela.
Es asombroso cómo las cosas que le suceden a un niño pueden resultar decisivas en su vida. El hecho de que a Gabo –como le llamaban sus íntimos- lo dejaran sus padres al cuidado de sus abuelos maternos en sus años de más tierna infancia le introdujo en el mundo del coronel Nicolás, sobreviviente de la Guerra de los mil días, que enfrentó a los colombianos al acabar el siglo XIX.
Todas estas cosas las cuenta el propio García Márquez en sus memorias, Vivir para contarla, de 2002.
La literatura de García Márquez está impregnada de lo que Alejo Carpentier llamó lo real maravilloso y que algún crítico tildó de realismo mágico, por esa manía de etiquetar que tenemos los humanos, que resulta práctica, sí, pero también muy reductora. Como él mismo decía, “no hay una sola línea de lo que escribo que no esté basada en la realidad” pero es que la realidad no es una cosa aburrida ni prosaica todo el tiempo. Y en la realidad –como ahora se va sabiendo gracias a los hallazgos de la física de partículas, del principio de incertidumbre y a sesudos locos como Heissenberg o Max Planck- se encuentra un componente fundamental para que esa realidad sea así y no de otra manera: la mirada del observador.
En otras teorías, discutidas por la física académica, como la del desdoblamiento del tiempo, de Jean Pierre Garnier, el llamado misticismo cuántico, también se dan narraciones extraordinarias que inspiran mentes inquietas como sin duda lo era la de García Márquez.
Ahí es donde entra la mirada del niño de Aracataca que se inventa un nombre, Macondo, pero no el lugar, porque el lugar ya existía. La magia de la realidad existe, pero hay que descubrirla. Nadie como el autor de Cien años de soledad para sacarla en las páginas de un libro que hemos leído con tanta intensidad. Quizás habría que releerlo en su homenaje, pero temo que se escabulla la magia pasado tanto tiempo. Posiblemente porque necesite eso que viene en llamarse la complicidad del lector y el lector ande ahora por derroteros menos mágicos que los de antaño.
Ha sido un hombre muy premiado, después de pasarlas canutas durante muchos años; ha tenido amigos muy notables, sobre todo Fidel Castro, por el que tanto se le criticó; ha realizado proyectos en los que puso mucho empeño, le han querido y ha amado también, a su manera –como todo el mundo-, ha tenido una vida plena y ahora se ha ido para siempre.
Como la vida misma. La misma magia. El mismo final.