Sentí la muerte de Manolo Escobar porque creo que fue un hombre que, al igual que Rocío Jurado, poseía una de las mejores voces para la copla y la canción española. Al estupor inicial de la noticia de su muerte me vino luego cierto deje melancólico sobre los malentendidos que suelen darse en toda personalidad, pero que se acrecienta entre los famosos, simplemente por el hecho de que son famosos, precisamente porque se les ha reducido su complejidad en algún aspecto vendible, se les ha demediado. El caso de Manolo Escobar, su malentendido, resulta especialmente curioso porque para mi generación resultaba poco menos que el representante, el paradigma de la canción española menos exportable, símbolo franquista por excelencia, sin percatarnos de que los alemanes y demás turistas, residentes todos ellos en países democráticos, bailaban sin contemplaciones al ritmo del Porompompero o del Y viva España. Los malentendidos son así: unos queríamos modernizar el país y desde luego Manolo Escobar no entraba en esos planes.
Cuando se instauró el primer gobierno de Felipe González se pensó que hacía falta con urgencia echar mano de una rápida modernización de España en lo cultural y de ahí resultó más tarde la sacralización de la Movida, del aspecto más exportable de la Movida, diríamos, pues había otra, más oscura, más dramática, que está esperando todavía quién la cuente. El caso es que la copla no entraba en esos proyectos, todo lo contrario, y aquello produjo cierto disloque en el imaginario popular de lo que aún no nos hemos recuperado. De hecho, gentes como Manolo Escobar o Rocío Jurado, pasaron a ser considerados en la categoría artístico-sociológica de Cine de Barrio, junto a Carmen Sevilla o Concha Velasco. Estas divisiones, producto de los malentendidos presentes en sociedades que evolucionan rápidamente, son inevitables en un primer momento. Luego, con suerte el tiempo pone las cosas en su sitio. No siempre.
Este fue inclemente con Manolo Escobar en un primer momento, pero luego las cosas, poco a poco, están volviendo a su cauce. Juan Manuel Bonet rompió el fuego del malentendido cuando expuso en Alcobendas una muestra de la colección de arte contemporáneo que tenía Manolo Escobar, una colección bastante importante y hecha con buen tino, de hecho la última obra que compró era de Carmen Laffón. Algunos incluso se refirieron a él como un mecenas con algunos pintores jóvenes que posteriormente adquirieron cierta fama.
Pero hay más. Manolo Escobar provenía de El Ejido y su padre, Antonio García, emigró a la Badalona de posguerra, que era lo mismo que subsistir en la miseria a base de estraperlo pero, por lo menos dejaban atrás el morirse de hambre. Pues bien, cuando las incipientes Comisiones Obreras de la zona se fundaron, se detuvo a dirigentes de la Badalona de entonces, como José Sánchez o Adonio González. Manolo Escobar colaboró en esos momentos para pagar la multa de los sindicalistas y ayudó con una frase que parece sacada de una de sus películas, “Aquí estamos pa lo que haga falta”, frase que espetó sin miramiento alguno a dirigentes de la zona como Tito Márquez, a quién Manolo Escobar ayudó dando dinero para el sindicato alguna que otra vez. En aquel entonces Manolo Escobar era hombre ya de cierta fama, había triunfado en el Barrio de la Salud y había grabado algunos discos. Desde luego no todavía el Porompompero, pero para entonces ya Raquel Meyer le había pronosticado, cuando Manolo Escobar frecuentaba los cafés cantantes con un grupo que había formado con sus hermanos, Manolo Escobar y sus guitarras, que llegaría lejos, que tenía madera y que ella lo sabía porque de esas cosas lo sabía todo. La anécdota parece sacada de una película de artistas salidos de la miseria firmada por Franz Capra pero es rigurosamente cierta. El arte imita a la vida.
El cantante que fue parte esencial del imaginario popular de la España de los sesenta y setenta, la que quisimos, con la llegada de la democracia, quitarnos del medio a toda prisa, tuvo siempre respecto a su valía un coraje autocrítico sobresaliente, algo raro, inusual. Debutó en el cine con Los guerrilleros, en 1963, junto a Rocío Jurado, y él supo desde el primer momento que era un actor mediocre y que el público llenaba las salas de cine para verlo cantar. Lo dijo en cuanta ocasión tuvo, no se cortó con falsos pudores ni egocentrismos ajenos a su carácter: era un chico emigrante de El Ejido y enfrentarse al mundo del Barrio Chino de la Barcelona de los cuarenta daba por lo menos un resultado entre otros muchos: no te engañabas a ti mismo. También conviene recordarlo.
Manolo Escobar fue hombre que ayudó a dignificar la copla, la de antes, la antigua, la que se había olvidado desde los tiempos de la Piquer, porque hay que tener en cuenta que la copla fue un producto genuino de la II República, donde convergía todo el descontento social plasmado en actitudes y en música. No hace falta recordar a Miguel de Molina o a Angelillo, figuras trágicas, para saber de esto, y tampoco que el franquismo, en sus inicios, no supo qué hacer con el legado de la copla, que les parecía con razón republicana, hasta que llegó Concha Piquer y ayudó a paliar el asunto. La razón de por qué un movimiento de claro origen republicano termina convirtiéndose en españolada daría para llenar varios libros.
Pero, en fin, cuando ya pocos recordaban el legado de los copleros republicanos, Manolo Escobar comenzó de nuevo a poner de moda canciones como Antonio Vargas Heredia, Suspiros de España, Malvaloca, en una antología de la copla que hizo época. Ya digo, conviene recordar estas cosas, aunque siempre hubo quién sabía de esto. Santiago Segura, sin ir más lejos, que en un principio le quiso para padre de Torrente aunque luego se decantó por Tony Leblanc. Referirse a estas cosas no es hablar de otro Manolo Escobar sino del mismo. Sólo que menos demediado, más acorde con la personalidad compleja que asiste a todos los seres humanos.
Manolo Escobar no era un eslogan. Esto tampoco es un memorial de desagravios, ni lo pretende.