El Museo Picasso de Málaga, que cumple diez años de existencia, está exhibiendo una muestra del arte de una pintora sueca perfectamente desconocida, desde luego para quien esto escribe –lo cual puede no ser extraordinario- pero también para la gran mayoría de los amantes del arte, lo que ya escuece un poco más.
Se trata de Hilma af Klint, que pintó las primeras formas abstractas cuando sus colegas varones, más decididos o mejor atendidos por los expertos, aún no se estrenaban en esos mismos derroteros pictóricos: Wassily Kandinsky, Piet Mondrian. Corrían las primeras décadas del siglo XX, ese vertiginoso momento de la humanidad.
La exposición, que se alargará hasta el 9 de febrero de 2014, muestra dos centenares de obras de las mil que realizó, y coincide casi en el tiempo con la desaparición de otra pintora, ésta, española, cuyo camino fue interrumpido seguramente por parecidas razones por las que la sueca ocultó sus pinturas rompedoras: se trata de Ángeles Santos, muerta hace unas semanas, a la que su propio padre envió a un sanatorio mental preocupado por el derrotero que tomaba su dulce vástago, a juzgar por la oscuridad de sus pinturas expresionistas y lo inquietante de su áspera crítica social del momento que le tocó vivir.
En el caso de Klint, la pintora, empeñada en plasmar la dimensión espiritual de la vida, optó directamente por ocultar sus pinturas vanguardistas, con el mandato de que no fueran vistas en público hasta veinte años después de su muerte. En su lugar, se complacía en mostrar los paisajes y temas naturalistas que dejaban fuera de toda sospecha su fama y, sobre todo, las eventuales dudas sobre su estado mental.
En el de la española, su regreso al mundo de los cuerdos vino acompañado de una “conversión” artística al mundo luminoso de la “normalidad” mental, donde el color brillaba alegremente, tanto como la falta de interés en lo que acabó haciendo. Su matrimonio con el pintor Emilio Grau, acomodado a los gustos de la burguesía más conveniente la apartó para siempre del genio de sus comienzos; fue la puntilla que la empujó a una pintura tildada de impresionista por los críticos y condenada al olvido.
Ambas mujeres se iniciaron cuando adolescentes, a los 14 y 15 años respectivamente; ambas, trascendían el mero gesto de pintar, desarrollando una actividad pensante, crítica, empeñadas en trazar un camino no trillado, abrir otras fronteras del arte. ¿Cómo decirlo? No ya su actividad sino, mucho peor, su visión del mundo y del arte, distaban mucho de lo aprobable por el canon del momento para unas damas de su condición; quita, por Dios.
Klint, que nació veinte años antes que Pablo Ruiz Picasso, se rallaba con los descubrimientos físicos y matemáticos de su tiempo, también con inspiraciones espirituales que la llevaban por sendas parapsicológicas, en las que ella misma se tomaba por medium.
Se podría confeccionar una lista larga de mujeres talentosas que, por una razón u otra, han declinado su lugar en el arte por una vida casi anónima: la pintora canadiense Agnes Martin, por ejemplo. O, en literatura, Carmen Laforet, que desinfló su talento entre pañales y papillas infantiles, para acabar -¿por qué?- perdiendo la razón.
Ejemplos de mujeres malogradas o simplemente olvidadas, lo que probablemente responda a la pregunta malintencionada de por qué hay tan pocos nombres de mujer entre los genios del arte y la literatura. Absténganse de malos pensamientos sobre el dominio femenino actual en el mercado del libro. Ese es otro cantar que aquí no interesa en absoluto.