La muerte de Martín de Riquer, máximo conocedor mundial de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, de Cervantes, es un aldabonazo en la conciencia de los que aman la lectura y aprecian a los clásicos como plataformas imprescindibles del conocimiento.
Resulta paradójico que en un tiempo en el que nos congratulamos de que haya podido acceder a la educación más gente que nunca en España, el Quijote sea menos leído y menos comprendido que en los tiempos en que fue escrito y publicado, hace cuatro siglos.
Entonces, la gente que podía leer, se entiende, rió con las disparatadas aventuras y los graciosos diálogos inventados por Cervantes, la fina ironía en que hacía bailar a los notables de su tiempo. Se lo pasaban en grande con la imitación genial del lenguaje caballeresco que hacía Cervantes, hasta el punto que esas novelitas entonces de moda perdían lectores una vez éstos habían leido el Quijote.
Entre los personajes principales: un campesino, que hablaba bien pero lo hacía con un lenguaje propio de un campesino, como recuerda Martín de Riquer; y un señor, chiflado por tanta lectura de novelas de caballerías, que hablaba con un vocabulario excelso y unas maneras nobles y exquisitas, de ahí el cómico contraste.
Pero también entre otros personajes, auténticos hallazgos literarios, entre los que se producían conversaciones dignas de antología todas ellas. En nuestros días hemos confundido la figura del personaje literario creado por Cervantes con un héroe real hasta dotarle de cierto patetismo, que no le dio Cervantes, más bien compasivo con su criatura; nos hemos reído de él en vez de hacerlo con él.
Hemos perdido el referente lingüístico y cultural, de modo que nos cuesta captar la ternura de muchos gestos, la delicada fragancia del lenguaje cervantino, su inusitada riqueza, el encanto de los diálogos, el regocijo que produce la enorme cultura del autor, su vasto conocimiento de lo que escribían los autores exitosos de su tiempo. A esa confusión conduce el no saber bien de lo que se está hablando.
Se ha dicho muchas veces que la culpa de que los españoles no sepamos leer el Quijote, de que muy pocos lo hayan leído con placer, estriba en que se obligaba su lectura a niños demasiado pequeños. Ese argumento puede haber tenido razón de ser hace muchos años, pero hace muchos años que en ningún colegio se obliga a tal cosa. Martín de Riquer lo leyó muy niño, por cierto; y tuvo la fortuna de caer prendado en sus páginas y dedicarle la vida entera con mucho provecho.
Recomiendo muy encarecidamente la lectura de su Aproximación al Quijote, un libro de 1967 que revisaba el anterior Cervantes y el Quijote, de 1960. Creo que la actualización de aquel titulo está publicada bajo el nombre de Para leer a Cervantes.
De las aventuras caballerescas en las que el propio Riquer se sumergió, en busca de los libros de los que se pitorreaba Cervantes, destaca Tirante el Blanco. Riquer recuerda que el cura Pedro Pérez lo salvó de la hoguera en la que, junto con el barbero, quemó la biblioteca del hidalgo enloquecido.
Como la llegada de Alonso Quijano a Barcelona, cuando descubre que la realidad de las galeras, a cañonazo limpio contra una nave enemiga en el mismo puerto, desborda totalmente su medida caballeresca imaginaria, desarbolando su compuesta donosura y dejando su alma sumida en el desconcierto más tragicómico que sólo el Príncipe de los Ingenios pudo escribir como Cervantes lo escribió.
Al académico Riquer poco le distrajeron las cuestiones baladíes que entretienen a estudiosos de Cervantes y el Quijote sobre si el autor era homosexual, si Dulcinea, judía, si la edición primera era de tales o cuales características y estas cosas que alejan del placer de la lectura, aunque sirvan para dar de comer a los ratones de biblioteca y fabricantes curriculares. Estamos ante un sabio que, para mayor casualidad quedó manco por una batalla, como le ocurriera al de Lepanto.
No se trata de lamentarse comparando la atención de los españoles por Cervantes con la de los británicos con Shakespeare o, en una dimensión inferior, la de los franceses con Victor Hugo. Se trata, como dejó dicho Martín de Riquer, de que si aún no ha leído usted el Quijote, está de enhorabuena, porque le esperan horas, días, semanas, meses si quiere, de felicidad y diversión. Sólo hace falta una cosa que ahora se escapa dispersa en el zapeo mental y físico practicado por todos nosotros: atención. Y leer en edición comentada de Martin de Riquer.
viejo carlista, hijo y nieto de tarados carlistas
Quien esté libre de pecados que tire la primera piedra, «si». El mejor cervantista del mundo, eso, seguro.
No sé si Martín de Riquer era viejo carlista, como no sé si era vegetariano o disfrutaba con los buenos chuletones, ni me importa. Lo único que sé es que la única vez que he leído el Quijote de cabo a rabo ha sido su edición y gracias a ello llegué a entenderlo y apreciarlo en lo que vale. De vez en cuando conviene liberarse de prejuicios.
No es prejuicio, es biografía y si recuerda el pasado de un militantes de HB , como no recordar que este tipo estuvo junto a los asesinos carlistas en la guerra civil, y su abuelo era un dirigente carlistas de las tres contiendas anteriores. Si fuera de pasado nazi nadie ocultaría el dato, pero como nuestras nazifranquistas falangistas y carlistas ganaron la guerra parece que no se les puede recordar su siniestro pasado.
Suponiendo que todo eso y aún más fuera cierto, ¿en qué afecta a su maestría en el conocimiento, profundización y divulgación del Quijote y de la literatura española medieval, que es por lo que alcanzó enorme prestigio? No solo es prejuicio, es estupidez e incultura.