Pascual García
Iba para abajo siempre aquella maldita calle, hasta El agujero. Negro, sórdido, sin neón alguno, vacío de amor y de compasión. Nunca se paraba de bajar cuando estabas bajando la calle, aunque cuando el viento soplaba de frente, para arriba, a noventa y siete kilómetros por hora, no sabía uno si estaba bajando o subiendo la jodida cuesta.
Hacía tiempo que el comportamiento del viento había dejado de ser un secreto para la ciencia y que la AEPVDC (La Agencia Estatal del Puto Viento de los Cojones) lo manejaba a su antojo. Así que cada catorce de mes, la AEPVDC -autorizada por el Gobierno, eso sí,- activaba la máquina del viento y lo echaba para arriba cuando los moradores de los desguaces acudíamos a los barracones de El agujero para vender un dedo de la mano, o del pie, a cambio de un puñado de vales para comprar tabaco, vino, cigarrillos, vino, colillas, vino y cosas así. Las orejas también se podían vender, y también te las compraban aquellos hijos de perra en El agujero.
Si decidí vender lo último el pulgar y el índice de mi mano derecha fue para poder redactar la hazaña de Bastián Besteiro, un maldito cabrón que consiguió completar 21 viajes hasta el final de la cuesta. Vendió primero los dedos de los pies, que eran importantes para vencer la pendiente, pero que solo eran útiles si te quedaban dedos en las manos para aplicar una cura en condiciones después de cada amputación.
Veinte viajes, veinte meses sobreviviendo a los malos tiempos, al apetito voraz de las gaviotas de vuelta a casa y al jodido viento. De regreso de su último paseo hasta El agujero, alguien advirtió a Bastián Besteiro que los de la AEPVDC habían activado viento de costado que entraba por la izquierda, pero, aquella tarde, Bastián Besteiro había vendido la oreja del lado equivocado.