
La Fundación Banco Santander, dentro de su colección Cuadernos de Obra Fundamental, acaba de publicar Astillas, una obra inédita de Rosa Chacel que recoge una veintena de textos de la escritora vallisoletana que no habían sido recogidos en los volúmenes de sus Obras Completas. La edición, breve, hermosa, ha sido editada por la profesora de Literatura de la Universidad de Barcelona, Ana Rodríguez Fischer, responsable también de un esclarecedor prólogo donde se da razón de cada uno de los textos rescatados, la mayoría pertenecientes a los últimos años de la vida de la Chacel, pero no todos. Así, sorprenden las cartas que Rosa Chacel dirige a un entonces jovencísimo Javier Marías que había publicado sus primeros libros, Travesía del horizonte, por ejemplo, y con los que, parece, la autora de Memorias de Leticia Valle se enfrenta a medio camino entre el sermoneo y cierta fascinación por las posibilidades futuras del futuro escritor.
Este libro es importante porque pone de nuevo en el tapete la figura de una de las escritoras más fecundas de su época, la única mujer que pertenece de pleno derecho a la Generación del 27, una escritora dotada de raras antenas para calar en los aspectos más recónditos del alma y que, sin embargo, ha visto su obra relegada desde su muerte en Madrid en 1994. Es probable que la figura de Rosa Chacel esté preterida por causas ajenas a su valoración literaria, de hecho la mayoría de los escritores muertos, caso de Juan Benet, de García Hortelano, de Miguel Espinosa, del mismo Camilo José Cela, de Gonzalo Torrente Ballester, de Miguel Delibes, por poner algunos a botepronto y muy distintos entre sí, se encuentran en el limbo de los justos, y es probable que ello tenga que ver con una defección general que afecta al público lector, muy mediatizado por las novedades al uso, pero ediciones así poseen la ventaja de que nos recuerdan que una vez hubo un tiempo en que había una mujer llamada Rosa Chacel que escribió algunos libros, la citada Memorias de Leticia Valle, Teresa, Barrio de Maravillas, o los tres tomos de sus Diarios bajo el título de Alcancía, que la hicieron merecedora de ser la escritora más valorada de los años treinta, unos años pródigos en figuras destacadas, en escritores excelentes. Y que esa valoración continuó hasta bien entrados los noventa. La prueba es que escritores dotados para la malicia, como Paco Umbral, escribieron cosas miserables sobre ella, algo que no hubiera hecho si la escritora no hubiese sido grande. A su modo Umbral la honró honrándose a sí mismo: él no se metía con cualquiera.
Rosa Chacel fue la narradora de aquella generación, al modo en que María Zambrano fue su pensadora. Hay un curioso correlato entre ellas dos a pesar de las enormes diferencias habidas. María Zambrano era mujer cultísima, poseedora de una mente muy amueblada y que manejaba los artilugios de la erudición y el mundo académico con enorme excelencia. Rosa Chacel, que según confesión propia, no era mujer dotada para los artificios profesorales, poseía, sin embargo, una intuición que daba de continuo en el blanco, una mente analítica de primera y un modo de mirar las cosas que siempre iban más allá de las apariencias. En Rosa Chacel no hay atisbos de tópico alguno, ni siquiera como gestos dados a la ironía, y en algunos textos su alma tenía cierta aquiescencia casi mística, de tan penetrante, algo que compartía también con María Zambrano, que fue la teórica de la llamada razón poética.
A ellas, además, les unía el magisterio de Ortega y Gasset, y todo aquello de la razón vital, que no es poco. En los textos que nos encontramos aquí la condición es variopinta, desde una intervención con motivo de un acto que le dan en su ciudad natal, Valladolid, a una bella semblanza de quien fue su marido, el pintor Timoteo Pérez Rubio, que fue el responsable de poner a buen recaudo los cuadros del Museo del Prado cuando la aviación franquista amenazaba con dejar caer alguna bomba en la institución, o un bello texto sobre Gregorio Prieto y sus relaciones con Luís Cernuda.
Otros, los más interesantes, se refieren a aspectos desvelados de su interior, como el que dedica a la religiosidad de la que dice confesarse ser religiosa pero no estar religiosa mucho tiempo, lo que la emparenta en más de un aspecto con ciertos gestos de Miguel de Unamuno, y hay otros, los menos, decididamente raros, como el que dedica a los toros. Confieso que es uno de los textos más hermosos y sugerentes de Rosa Chacel. Es más: es uno de los textos más hermosos y sugerentes que me he encontrado referido al mundo de los toros. Escrito dos años antes de su muerte, a requerimiento de Javier Villán para la revista Quites, creo que es una muestra perfecta de ese poder extraño de penetración que poseía esta mujer. Confiesa, por ejemplo, que sólo ha asistido a una corrida en toda su vida, donde vio torear a Joselito, en Valencia, en el año 22 0 23, y que las que ha visto, pocas, han sido gracias a la televisión. Pues bien, el texto rebosa de sutiles maneras de enfocar no sólo la figura del toro y del torero, de quien piropea el traje desde los pies hasta la cintura, despreciando el resto, sino también el resto de la cuadrilla. Ya digo, penetrante, inteligente.
Cierra el libro las cartas a Javier Marías. Entre literatura y literatura, doña Rosa le pide al joven que interceda con su padre para una beca de la Fundación Juan March.
Olvida usted lo más interesante de las cartas al joven Marías cuando se refiere a su literatura, cuando le pregunta por el porqué de su oscuridad, de su desvanecimiento, de su ambigüedad, sugiriendo una crítica no menor. Rosa Chacel -seguramente, la mejor escritora española del siglo XX- es clara y contundente en su escritura.
Por otra parte, Ernestina de Champourcin, Concha Méndez, María Teresa León y Maruja Mallo -además de la mencionada María Zambrano- son también miembros de la Generación del 27, así que Chacel no es la única. Otra cosa es que siempre se las silencie.