“O salty sea, how much of your salt are tears of Portugal”. Este lamento ha quedado escrito bajo un busto de Fernando Pessoa que adorna el jardín del que fue su instituto de los años de Durban, la capital surafricana de Natal. Un homenaje melancólico al más melancólico de los poetas, que permanece imperturbable con el paso del tiempo. Lo escribió él en su segundo idioma. De vez en cuando, algún turista leído escribe alguna cosa en un trozo de papel y lo esconde entre las ranuras del monumento, como mensaje en una botella, para que lo encuentre un alma gemela o quizás para unirse al admirado escritor por siempre jamás.
Hace años, cuando lo visité, me pareció Durban un tropo melancólico, un no lugar en el que apenas podía imaginar vagando a un adolescente de la personalidad –de las personalidades- del poeta portugués.
En 1984, Angel Crespo publicaba una edición cuidada y bella de El libro del desasosiego, de Fernando Pessoa, inédito hasta dos años antes, 1982. El poeta y traductor español, llevaba mucho tiempo traduciendo poesía del portugués y ordenando los papeles del esquivo autor de los heterónimos. Para muchos de los que lo leímos entonces, el libro se convirtió en libro de cabecera literal: no había forma de desbancarlo de la mesa de noche.
En el mismo baúl donde reposan las hojas sueltas escritas por Pessoa, el baúl en el que enredó Crespo para poner en orden las páginas del libro, anduvo también otro lusista, el norteamericano Richard Zenith, que encontró cinco textos nuevos que le parecían encajar bien en el Libro, así que los añadió. Eso pasó hace seis años. A España llega ahora, en traducción de otro lusista reconocido, Perfecto E. Cuadrado. Daba la noticia El País y eso debió de alegrar a los pessoanos del mundo hispano.
Esperar más de seis años para traducir esos cinco textos al español sugiere que quizás Pessoa haya quedado algo polvoriento, a pesar del furor que causó en su día ese libro en nuestro país. Nada más lejos su escritura durmiente y ensimismada de las sonadas campañas con que bombardean las editoriales para “hacer dinero” de los libros.
Desasosiego es el concepto que retrata a Fernando Pessoa y su libro, que él no dejó escrito como tal sino que se lo hicieron una vez muerto, es el libro de cabecera de los insatisfechos, como él, que, lejos de encontrar la paz en la alegría por las cosas logradas, buscan incansablemente la posición divina con la aspiración ilusoria de instalarse en ella.
Pero es también un consuelo para derrotados: alguien a quien ahora se ensalza lo pasó mal, se sintió solo, incomprendido. Una imagina un café, quizás el de la plaza de la Marina lisboeta, al que fueran llegando otras almas afines para entablar una conversación que les proporcione calor, alimento para el espíritu.
Es el gesto de abrir el libro y hundir en él la mirada, dejar que las frases, las ideas contenidas rodeen el cuerpo de quien lo lee y lo saquen por unos minutos, horas a lo mejor, de la prosa diaria, tan vulgar, tan desasosegante.
Pessoa está muerto y esa impresión se agranda al contemplar el busto del instituto de Durban. Muerto como los retratados de una fotografía que, aunque en la flor de la vida, por la fecha en que fue tomada, se saben desaparecidos hace mucho tiempo. Muertos y olvidados, tal como lo cuenta Joyce en el último relato de Dublineses. Déjenme que les copie la traducción del soliloquio de Gabriel, el protagonista:
"Sí, los diarios estaban en lo cierto: nevaba en toda Irlanda. Caía nieve en cada zona de la oscura planicie central y en las colinas calvas, caía suave sobre el mégano de Allen y, más al oeste, suave caía sobre las sombrías, sediciosas aguas de Shannon. Caía, así, en todo el desolado cementerio de la loma donde yacía Michael Furey, muerto. Reposaba, espesa, al azar, sobre una cruz corva y sobre una losa, sobre las lanzas de la cancela y sobre las espinas yermas. Su alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la nieve, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos".
Muerto Pessoa, sí, excepto para quien por unos minutos, unas horas o un instante se pare a pensar en él; a leer lo que escribió. Esa es la fuerza de la gran literatura. Esos, sus poderes.