En el cine japonés de posguerra hay dos nombres, contrapuestos, que resumen en gran parte, bien es verdad que la cosa requiere matices, el desarrollo posterior de la industria cinematográfica en ese país: Akira Kurosawa y Nagisa Oshima, ambos deudores en cierta forma de Kajiro Yamamoto y Yasujiro Ozu, el director nipón más perfeccionista y original de su generación. Si Ozu fue director al que cineastas como Jim Jarmusch o Win Wenders han rendido homenaje, pasión que propició su descubrimiento y frenético culto en la década de los ochenta, el que requiriese poner la cámara a noventa centímetros del suelo, es decir, el punto de vista de un adulto sentado en un tatami, ayudó sobremanera a ello; si Kurosawa, obvio es decirlo, fue el japonés que se inspiró en Esquilo, Shakespeare, Dostoievski, Máximo Gorki, Simenon … para, luego, en justa correspondencia, ver su obra saqueada por medio Hollywood, desde Los siete magníficos, de John Sturges a Mundo salvaje pasando por Un puñado de dólares, de Sergio Leone o episodios enteros de La guerra de las galaxias, bien puede decirse que Oshima ha sido el director que ha revelado el lado oscuro, siniestro, del Japón moderno, y que esa visión expresionista, de marcada índole moral, le condujo muchas veces a discrepar con Kurosawa y, desde luego, ser un autor de culto en Occidente pero de influencia más que medida.
Nagisa Oshima, el último de los grandes, con permiso de Takeshi Kitano, que pertenece a una generación posterior, estaba postrado en una silla de ruedas a raíz de un accidente cardiovascular en 1996, lo que no le impidió rodar Tabú, su última película, en 1999, siguiendo esa línea desasosegante, ríspida, intensa y agobiante que ha caracterizado toda su obra. Con su muerte, debida a una infección pulmonar este 15 de enero en Taganawa, al sur de Tokio, se ha ido el cineasta más crítico de la historia reciente de su país, realizando una labor similar respecto a poner en solfa los ideales de reconstrucción del Japón moderno a la que hizo en Alemania Reiner W. Fassbinder, autor con el que comparte muchas similitudes.
Es curioso observar que en los países que conformaron el Eje, Japón, Alemania e Italia, surgieron tres cineastas de similares características: no ya sólo el citado Fassbinder, sino Pier Paolo Pasolini, con el que Oshima mantiene una correspondencia crítica que se extiende incluso a expresar similares concepciones sobre el sexo y sus manifestaciones sadomasoquistas. Si en Pasolini es esencial Saló o los 120 días de Sodoma, su particular visión cinematográfica sobre las relaciones entre totalitarismo y sadomasoquismo en la Italia fascista, en Oshima similares características podemos observar en su película más famosa en Occidente y que le lanzó a la fama, El imperio de los sentidos, que inicialmente llamó Corrida, en honor de la suerte de matar toros, y que tuvo que ser rodada, en las escenas de sexo explícito, en Francia porque en su país la censura no permitía tamaña exhibición. Hay que decir que aún hoy la película no se puede ver en Japón en su versión integra.
Esta película, que cuenta la relación de una prostituta con su señor, plena de alcoholismo, voyeurismo, mutilaciones, hasta llegar al asesinato y al suicidio, es con toda probabilidad la película más famosa de su autor, pero entre nosotros adquirió también cierto eco, Feliz Navidad, Mr. Lawrence, un film de explícito contenido sadomasoquista en un campo de concentración japonés y que interpretaron magistralmente gentes como Takeshi Kitano, David Bowie y Ryuichi Sakamoto. Sin embargo, Oshima había realizado ya películas de un contenido crítico de enorme importancia, como La presa, rodada en 1961, y que, basada en el excelente relato de Kenzaburo Oé, narraba las vicisitudes de un paracaidista negro que se ve obligado, cuando su avión es derribado, a lanzarse en una aldea japonesa durante la guerra. Las relaciones entre el soldado y la población, los resquemores, el vacío insalvable entre dos concepciones distintas de enfrentar el mundo, están finamente narradas y prefiguran la relación constante que el cineasta mantendrá con el futuro Premio Nobel, manteniendo una correspondencia de posturas ante el Japón moderno muy similares, y que le alejan tanto del lado luminoso de Kurosawa, con el que mantendrá debates que parecen no tener fin, como de la retórica volcada hacia la tradición de un Yukio Mishima.
Es en este aspecto crítico, feroz, de las instituciones donde el talento de Oshima resplandece, como en Death of Hanging, donde narra la ejecución fallida de un coreano acusado de violación y asesinato, en justa ironía con el drama vivido por la población coreana durante la guerra, y que aprovecha para poner en solfa las actitudes racistas de su pueblo. La película, además, mantiene una sensación de irrealidad aún más intensa que en otras de Oshima, porque introduce técnicas de distanciamiento estético, al modo de Jean Luc Godard o Bertolt Brecht, provocando una sensación de agobio de gran eficacia narrativa.
Hay que decir que no todo Oshima resplandece por igual. Hay películas como Max, Mon Amour, que hizo con Jean Claude Carriére, el colaborador de Buñuel, donde presenta a la mujer de un diplomático, Charlotte Rampling, enamorada de un mono, y dispuesta a un ménage á trois que el simio no parece dispuesto a consentir. Película fallida porque el humor no era el lado fuerte del director: si el film lo hubiese rodado don Luís o Marco Ferreri, el resultado hubiese sido muy distinto.
Con todo, con no haber conseguido entre nosotros la fama de Kurosawa, lo cierto es que con la muerte de Oshima se ha ido el cineasta japonés que quedaba de una generación puente entre el clasicismo de Ozu y la nueva estética de un Kitano. Y resaltar esto es importante porque en Japón el legado que se transmite entre generaciones es esencial para su cultura.
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