La avaricia mata

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Pirámide del sistema capitalista, según la revista "Industrial Worker", de 1911 / Wikipedia

Avanza el calendario inexorablemente hacia los alegres días de Navidad sin que la pesadilla en la que nos hallamos inmersos tenga visos de disiparse. Será la ocasión de descubrir la virtud de unas navidades sin turrón ni regalitos.

Mientras, aunque sus protagonistas tratan de mostrar el mayor sigilo, el espectáculo impune de las ganancias millonarias de los que ya son muy ricos abofetea sonoramente las caras de la mayoría que ve cómo se les recorta la paga extraordinaria, se empeoran los servicios públicos tan duramente logrados, los empleados pierden sus ya de por sí precarios empleos y los jóvenes se ven hundidos en la miseria de no tener la menor oportunidad de volar del nido.

Ya lo ha contado Tony Judt en al menos un par de libros: esto va mal. Y se puede encontrar el origen más reciente en la década de los 80, pero la génesis total no paró de desarrollarse desde que el ser humano descubrió que podía acumular riqueza aunque  fuera a costa de machacar a sus semejantes. No abandonen la lectura, por favor, ante la sospecha de que ahora sigue una soflama demagógica de izquierdista trasnochada, porque aquí hay tela.

La prensa anglosajona parece más dinámica en información y opinión de calidad para tratar de explicar el estado de cosas porque, al fin y al cabo, en su territorio se creó la bicha; también porque es más seria, la verdad. Artículos que han saltado de las páginas de economía a otros lugares destacados del diario porque ya no se trata de escudriñar los valores en bolsa sino de denunciar, por ejemplo, a las grandes compañías que engañan al consumidor como ha desvelado el alemán Der Tagesspiegel, que también ha informado de la existencia en Alemania de carteles al más genuino estilo de los narcos americanos.

Lo ha escrito Soledad Gallego-Díaz en su columna de El País, donde ha destacado severas opiniones de autores de peso como las del historiador Anthony Beevor, el economista Paul Volcker y el analista James S. Henry, de una página que les recomiendo encarecidamente, Tax Justice Network, que duda de si una compañía enorme puede ser  honrada (too big to be honest), con arrobas de sensatez.

Dos autores ingleses, de apellido polaco, Robert y Edward Skidelsky, padre e hijo, han escrito un libro ¿Cuánto es suficiente? (Crítica, 2012), en el que hacen recuento del camino que nos ha traído hasta aquí. Parten los autores de la predicción que John Maynard Keynes hizo en 1930: gracias a los avances tecnológicos en cien años -2030- se podría vivir sin apenas tener que trabajar, lo que repartiría trabajo para todos y a todos proporcionaría felicidad.

Portada del libro, editado por Crítica.

No contaba Keynes con un dato esencial: la codicia insaciable que al parecer adorna al animal más inteligente de la Creación. Una compulsión de “hacer dinero” –permítaseme el anglicismo porque viene muy a cuento- a costa de la gente honrada que se empobrece por esa causa.

También Adam Smith, un par de siglos antes, había pronosticado en su obra maestra, La riqueza de las naciones (1776), que la gente, al progresar gracias a la libre competencia, iba a facilitar el bienestar común en la búsqueda del suyo propio. Entre ambos, John Stuart Mill –ya van ustedes viendo el componente anglosajón de la cosa- había escrito: “…el mejor estado para la naturaleza humana es aquel en que, no siendo nadie pobre, nadie desea tampoco ser más rico, ni tiene motivos para temer que los esfuerzos de otros para salir adelante lo arrojen a él hacia atrás” (Principios de economía política, 1886).

Lo que pasa es que el propio Mill daba por ineludibles los demonios de la avaricia y la usura, desatados por el capitalismo, que persistirían hasta que la humanidad se liberara de la pobreza. ¿Quién iba a pensar que la pobreza se incrementaría hasta niveles dantescos? ¿Cómo explicar que la especie humana no sólo no resolvería la muerte por inanición de millones de niños sino que su comportamiento acrecentaría ese horror?

El deseo insaciable es la respuesta. Los autores sostienen, basándose en una rica bibliografía, que la lucha continua por el crecimiento “no sólo es innecesaria para hacer realidad los bienes básicos sino que puede, de hecho, ser perjudicial para ellos” ya que no se comercia con ellos, en teoría. En la práctica, ya sabemos que se los convierte en comercializables y listo. A forrarse a costa de la salud, la educación, la vivienda y el pan de cada día.

En una encuesta de Sain Paul’s Institute, del año pasado, Value and Values: Perceptions of Ethics in the City Today, casi todos los banqueros de la City londinense admiten que sus sueldos son excesivos mientras que los sueldos de médicos y profesores son demasiado bajos, pero nadie se mueve para cambiar eso. Y sin embargo, que los sueldos de médicos y maestros sean bajos repercute negativamente en la mayoría de la población. Que los sueldos de los banqueros se moderen también repercutiría –favorablemente, esta vez- en mayor justicia en las remuneraciones de los que sirven a la sociedad.

En cuanto a los países, los autores se preguntan por qué, si  ya tienen suficiente, han de luchar por una mayor presencia en “los mercados emergentes más activos”. Todo este tinglado de primas de riesgo y deudas a subasta, todo ese juego exclusivo y excluyente que beneficia a una plutocracia depredadora que acapara los mejores premios mientras justifica su existencia en aras de la libertad y la globalización.

Recuerdan los Skidelsky la tesis de Ha-Joon Chang, que ya comentamos aquí, sobre cómo los países ricos -patria del libre comercio y libre mercado- se enriquecieron gracias a medidas proteccionistas y de subsidio que ahora niegan a los países en vías de desarrollo.

Cuando la guerra fría, el mundo capitalista trataba de combatir el ejemplo atractivo del comunismo –que lo fue una vez- con ese estilo de vida americano tan confortable, que acabó por vencer. Con la crisis actual han surgido estallidos de anticapitalismo por todas partes, pero sigue imperando el individualismo impuesto por el mercado, dicen los Skidelsky.

Se impone una reorganización del trabajo, y en el libro se recogen dos ejemplos esperanzadores. El del premier británico, Edward Heath, que, en 1974, implantó la semana laboral de 3 días, durante un par de meses, sin que apenas se perdiera producción. En los 80, Volkswagen redujo la jornada semanal de 36 a 28,8 horas para evitar 30.000 despidos y reorganizar sus fábricas lo que incrementó su productividad. Son sólo ejemplos.

En este punto tiene que hacer su aparición la virtud (virtus omnia vincit). Una manera de entender la vida que se mueva en los parámetros del estoicismo y que resulte gozosa pues resuelva las necesidades comunes a todo ser humano: salud, respeto, seguridad, relaciones de confianza y amor, valores universales que constituyen una buena vida, aquí y en Pequín. Habría que aprender a llevarla, como se ha aprendido a desear sin límite, a necesitar más de lo que sea aun a costa de su destrucción. De la ética de una existencia digna, respetuosa con la tierra, los seres vivos y los otros hombres, entiende todo el mundo, o en palabras del filósofo Ernst Cassirer, “… es el mismo ser humano el que encontramos una y otra vez en el millar de manifestaciones y tras una infinidad de máscaras”. De eso trata también el libro y no es cosa de tacharlo de simple ni inocente.

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