Del sitar al rock’n’roll pasando por el flamenco

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Ravi Shankar, el músico que popularizó el sitar, que paseó la música tradicional india por todo el mundo, ha muerto. Yo creía que ese trabajo ya lo tenía hecho porque es lo que les pasa a los mitos, que habitan ya en la eternidad incluso antes de abandonar este mondo cane. Antes de Shankar pocos sabían de la existencia del sitar, y la música india se asociaba a una salmodia adormecedora. Tuvo él que trotar por el mundo y mezclarse con otros músicos para que el sitar se volviera un instrumento tan familiar como la guitarra.  Con razón lo consideraban embajador cultural de la India.

Su potencia artística era más que suficiente para darse a conocer en todo el orbe por sí solo, pero hay que admitir que el cruce en su camino de los Beatles amplió su campo a los dominios del pop y el rock. En la memoria de los de mi quinta, más o menos fanáticos de los de Liverpool y admiradores en especial de George Harrison, brilla un Shankar genial, artífice de la fusión de las músicas del mundo, que enseñó a meditar a los melenudos y a tocar el sitar a Harrison.

Cuenta Diego Manrique, una autoridad en la materia, que el mundo del jazz se dejó también fascinar por el músico indio hasta el punto de que John Coltrane bautizara a su hijo con el nombre de Ravi. Lo que me recuerda a un querido amigo, cuyo amor por el flamenco, y más concretamente por la cantaora Fernanda de Utrera, le llevó a poner ese nombre a su única hija. Y eso que él también se llamaba Fernando. Pero, a lo que íbamos.

Shankar tocó con músicos importantes de todo el mundo; también con Paco de Lucía. Corre por la red un viejo video en el que lo cuenta el entonces jovencísimo guitarrista. "Gitanos" de dos continentes distintos, bebiendo en fuentes musicales cercanas.

No es extraño que, entre otros músicos, fascinara a minimalistas como Philip Glass –ahora preparando una sorprendente obra en España sobre Walt Disney- con quien trabajó, ya que la música del sitar de Shankar tiene esa cualidad de esencialidad, desprovista de adornos. Sólo los grandes, tanto en música como en literatura alcanzan cimas valiéndose de lo esencial.

Muchos recordarán sus dúos con el virtuoso, Yehudi Menuhin, emocionantes. Hasta el pasado mes de noviembre, el viejo sitarista compartió escenario con su hija, Anoushka Shankar, también música. Me pregunto de dónde sacaría tanta energía. Quizás de que, como buen practicante de yoga, repetía la idea que subyace en las enseñanzas de Patanyali según las cuales el ser humano ha de encontrar la armonía física, espiritual, mental y emocional, cuatro dimensiones que los yoguis persiguen con su práctica y cuyo proceso está muy lejos de las estampas placenteras, tan risueñas,  que suelen mostrar los vendedores de elixires para encontrar la paz interior.

No desanimados por su muerte, los organizadores de los Grammy le concederán, en febrero próximo, un premio por su último disco, The Living Room Sessions, Part 1, además de por su  aportación a la música universal, a título póstumo. Lo que está bien es que el músico supo la noticia del premio antes de abandonar este valle de lágrimas, de modo que eso que se lleva consigo.

La gran labor de Shankar, aparte de su propia creación e interpretación clásica, fue propiciar el encuentro del son oriental con la música de occidente, de manera brillante, como es sabido, y así se llama su compañía de discos.

Su desaparición evoca aquellos años hippies en los que George Harrison lucía su mejor melena; quién le iba a decir que abandonaría el mundo antes que el viejo de Benarés. La vida.

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