Con la asistencia de Ignacio González, presidente de la Comunidad de Madrid, se inauguró el lunes en el Centro de Arte Fundación Canal, en Plaza de Castilla, la muestra Pompeya. Catástrofe bajo el Vesubio, que reúne 600 piezas pertenecientes a los museos napolitanos descubiertos en la ciudad romana que en el año 79 de nuestra era fue sepultada por las cenizas de la explosión del volcán. La muestra, hermosa, concluyente, auspiciada con criterios muy modernos, gracias al montaje de Ignasi Cristiá y al comisariado de Martín Almagro, se exhibe en los sótanos de ladrillo, en toral concordancia con la idea de una ciudad romana, que albergó en su momento otra gran muestra del Canal, la de los guerreros de Xian. Los responsables de la exposición se muestran optimistas: piensan que Pompeya, sus ruinas, suponen desde que fueron descubiertas en el siglo XVI, un tirón tal en el imaginario europeo, sobre todo en el Romanticismo, que las previsiones de asistencia pueden quedarse cortas respecto a los guerreros de Xian. Sólo el espectro de la crisis, la entrada vale 6 euros, añade una sombría inquietud a la que se supone una de las exposiciones arqueológicas más importantes que se han dado cita en Madrid.
Y la cierto es que respecto a la fascinación que despertó Pompeya desde que fue descubierta no cabe la menor duda. La razón es obvia: Roma, su Imperio, es el origen político, jurídico y hasta social en muchísimos aspectos de la vida cotidiana de Occidente. Pero ese origen siempre fue contemplado a través de unas ruinas espléndidas pero que, lejos de aplacar la imaginación, hacían que Roma fuera reconstruida con caracteres dispares y las más de las veces algo caóticos. Siempre quisimos que las ruinas nos hablaran, y ello sólo ocurrió cuando en la Ilustración, y debido a la implicación de los Farnesio, sobre todo de nuestro Carlos III cuando era Carlos VII de Nápoles, se comenzaron las excavaciones de la ciudad intacta, sepultada en una capa de ceniza de metros de espesor que milagrosamente había dejado detenido en un instante el acontecer del tiempo. Los relojes se habían detenido. La fascinación no hizo más que comenzar.
Contemplando la muestra se entiende. Desde luego la labor de Ignasi Cristiá en esta labor ha sido fundamental pues ha dividido las piezas en categorías didácticas que hacen del recorrido un paseo coherente por el mundo cotidiano romano. Las categorías son sociales, políticas y artísticas: el origen de la ciudad, la casa de un señor del momento, vida privada, pinturas murales, ocio y vida pública, componen así un mosaico donde al espectador se hace una idea cabal de lo que representó esta ciudad en su momento, y el trauma de su desaparición, un drama que hizo de Pompeya el símbolo de la catástrofe natural más grave del mundo antiguo. Nada más alejado de la realidad, por otro lado. Sólo los terremotos y las explosiones volcánicas ocurridos en el Mediterráneo dieron al traste con civilizaciones como la micénica, o la desaparición de la ciudad más importante después de Roma en la Antigüedad, Alejandría. El mito de la Atlántida, recogido por Platón, está en el origen de esas desapariciones, como la de la isla de Santorini, pero lo cierto es que Pompeya se erige en el imaginario popular como el drama más monstruoso de los tiempos antiguos. La razón, de nuevo, es obvia: es la única ciudad que ha quedado intacta, libre de reconstrucciones mentales. Y eso ayuda.
Impresiona, por ejemplo, la huella del pie de un habitante de Pompeya, una inquietante muestra fantasmal de alguien que estuvo en este mundo hace mil quinientos años pero que nos ha dejado una impronta de su paso, o la de otro sorprendido cuando intentaba subir por una escalera, la del un perro atado a una columnata y el extraño retorcimiento producto de una agonía, quizá, el joven en actitud durmiente, convenientemente relleno de yeso, tal y como lo quiso el arqueólogo Giuseppe Forelli, que en 1860 rellenó muchos de estos cuerpos con yeso para que se apreciaran mejor sus agónicas posturas, y que es probable cayera asfixiado por los gases del volcán, en fin, huesos semienterrados en la playa cercana a la ciudad. De casi milagroso podemos establecer la supervivencia limpia del retrato de Safo, perteneciente al Museo Arqueológico de Nápoles, una de las piezas más bellas de la pintura romana que conocemos y que mantiene una extraña cualidad orientalizante, como casi todo lo que proviene de esa ciudad.
El espectador puede creerse que Pompeya era una especie de Las Vegas del Imperio, la estatua de Príapo que se muestra parece sugerirlo de manera fehaciente, rotunda, pero lo cierto es que fue una ciudad próspera, con un puerto importante y crucial en el comercio pues se encontraba en plena Via Apia, pero lo de la fama de lupanar de Roma es producto de una sobrecargada fantasía. De lo que no cabe duda es de la riqueza de muchos de sus habitantes y, sobre todo, de la extraña cualidad de las piezas artísticas halladas en las excavaciones, una cualidad de fineza que contrasta sobremanera con la tosquedad de los productos romanos.La Casa de los misterios es, por ejemplo, una buena muestra de ello; también ciertas pinturas, como la del mirlo en una rama, que durante años me obsesionó como si fuera una muestra extraña de la influencia de la pintura china en Roma. Idea nada descabellada.
La muestra finaliza con un homenaje a Carlos III, que patrocinó las excavaciones de Herculano y Pompeya, también de las ruinas mayas del Yucatán, pero esto es otra historia, hasta el punto de que Martín Almagro lo compara, y cree que su importancia es aún mayor, a la de Lord Carnarvon, el que halló la tumba de Tutankamón, o Heinrich Schliemann, el descubridor de Troya y Micenas. Creo que es una exageración: Pompeya ya estaba descubierta muchos años antes y Carlos VII patrocinó las excavaciones. Acto loable como mecenas pero que le aleja de la labor, muy distinta, de los arqueólogos.
La muestra permanecerá abierta hasta el mes de mayo. Las exposiciones, como antaño, cada vez están más tiempo en un lugar. Cosas de la crisis.