Aquí yace el autor de ‘Farenheit 451’

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Fotografía de Ray Bradbury tomada en 1991, en San Lorenzo del Escorial (Madrid), durante un coloquio. / J. J. Guillén (Efe)

Una de las cosas que me encantan de los Estados Unidos es su proclividad a producir frutos típicamente americanos, gente que se hace a sí misma y sale de las dificultades de una vida de estrecheces, abandona oscuros agujeros para lucir más que el sol, y bla, bla, bla. Ray Bradbury, por ejemplo. Lo que no me gusta es la pretensión impositiva del americano medio de que todo el mundo tenga que hacer eso so pena de ser considerado un vago o un maleante, una idea muy del midwest.

El caso es que se ha muerto Ray Bradbury, el autor de Farenheit 451, Crónicas marcianas y cientos de historias más. Deja una veintena de novelas pero también el encargo de que en su tumba se lea el epitafio: “Aquí yace Ray Bradbury, el autor de Fahrenheit 451”; se ha muerto alguien a quien ya casi todos creían fenecido y enterrado. Cosas.

Bradbury fue lectura de adolescencia, no lo he vuelto a visitar. El recuerdo de sus historias me traslada a un mundo raro, sentimental y frío a la vez, con cierto halo de ensoñación interplanetaria. Inevitablemente, sus narraciones a menudo se mezclaban con imágenes de películas de serie B en las que los marcianos aterrizaban en algún extenso campo de maíz de la pradera del suroeste americano, eso sí, en blanco y negro, con muchos grises. Otras veces esas imágenes se colaban en mis sueños, sobre todo a la hora de la siesta, en verano, no sé por qué, lo que me procuraba despertares raros, desorientada por los ecos de calles vacías donde nadie responde al personaje que grita ayuda o busca un ser humano con quien hablar.

Escribió mucho y le hicieron películas de sus historias, pero sin suerte. En realidad, sólo se salva la película que hizo François Truffaut sobre Fahrenheit 451, que puede verse de nuevo sin que cause sonrojo. Y eso que no es lo mejor de Truffaut, precisamente.

En la televisión sí le lució más una serie llamada Ray Bradbury Theatre, que duró desde mediados de los ochenta hasta los primeros noventa, con actores de éxito. En España no creo que se viera, pero tampoco estoy del todo segura.

Es curioso que no le gustara que se le encasillara en la ciencia ficción, ya que todo el mundo lo hacía. El prefería que acertaran a apreciar la gran carga de fantasía de sus relatos y sólo a Fahrenheit la consideraba ciencia ficción. Sus cuentos de Crónicas marcianas tuvieron un crítico favorable excepcional, Christopher Isherwood, que impulsó la carrera literaria del joven Bradbury.

Solía decir que no le gustaba predecir el futuro sino prevenirlo. Y sus libros estaban siempre llenos de críticas sociales y políticas: “La ciencia ficción es una forma excelente de simular que escribes sobre el futuro cuando en realidad estás atacando el pasado reciente y el presente”, había dicho a The New York Times, hace años.

De ahí la historia de Fahrenheit 451 –que alude a la temperatura en que el papel arde, o sea, 232,777778 grados centígrados-, en la que los bomberos tienen la orden de acabar con los libros que encuentren, en un mundo autoritario y despótico en el que a las personas sólo les queda el recurso de esconderse para repetir y memorizar la novela o el ensayo que le toque en suerte y evitar su desaparición de la faz de la tierra. Unos pocos, sólo; los lectores, esa rara especie.

Su disgusto por el empeño en considerarlo sólo autor de ciencia ficción me recuerda el cabreo que se agarraba Patricia Highsmith cada vez que un periodista se empeñaba en considerarla autora de novela negra. Con razón; el cabreo, digo.

Bradbury escribía para advertir del peligro de determinadas actitudes y actuaciones que acabarían imponiéndose al mundo si las personas no andaban avisadas. Imagino que, de haber tenido fuerza, si la enfermedad despiadada le hubiera dejado, habría escrito una buena historia de este asunto de mercados financieros y primas y riesgos que nos está amargando la existencia. Por haberlo permitido.

Puede que no fuera un escritor de primer orden pero superaba a algunos de los mejor colocados en la feria de vanidades en honradez y entusiasmo. Total, adiós, viejo amigo.

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