Cuando contemplo un cuadro de Ernst Ludwig Kirchner, sobre todo el de esas muchachas desnudas junto a una corriente de agua, algo que para el pintor debió representar la quietud arcádica en cierta etapa de su vida, me vienen a la mente dos imágenes: una, la del ministro Joseph Goebbels paseándose, con su cojera, junto a un cuadro suyo en la exposición de arte degenerado de Berlín donde se dio la puntilla a la libertad de expresión en Europa sin mediación metafórica alguna y valiéndose de un lenguaje pseudocientífico que colea hasta nuestros días, una instantánea en blanco y negro que no rinde justicia a la explosión de color que son sus cuadros; y, desde luego, las decenas de portadas que muchas editoriales han utilizado últimamente de lienzos suyos con sus colores chillones, virando al verde y rojo, colores de un solo trazo, sin matiz previo, colores que actúan a la manera de manchas y que parecen reflejar, en su contundencia, las alucinaciones de aquella época y su imaginario lleno de inquietudes y premoniciones. Algo de eso intuyeron los nazis porque ese imaginario informe, oscuro, estaba oculto en ellos mismos. Por eso quisieron eliminarlo.
Kirchner fue, junto a Georges Grosz, una de las bestias negras del nacionalsocialismo. Llama la atención, sin embargo, la contundencia con que se ensañaron con cierta parte de su obra, 639 trabajos suyos fueron considerados “arte degenerado” y con su persona, le expulsaron de la Academia de las Artes prusiana, y ello hasta tal punto que, refugiado en Suiza, cuando los alemanes invadieron Austria, ante el temor de que cruzaran la frontera helvética, terminó con su vida de un disparo el 15 de julio de 1938. De esa obra considerada enfermiza, de su figura, tenemos ocasión de hacernos una idea más que somera en la exposición que MAPFRE ha organizado en la sede de su Fundación madrileña de la obra del pintor alemán, 153 obras a las que se añaden 35 fotografías en las que Kirchner documentó su vida y el modo en que realizaba su obra, una especie de work in progress impagable por lo que tiene de documento único en un momento en que este tipo de registros era escaso, casi extravagante.
Las piezas, compuestas por lienzos, obra sobre papel y esculturas, siguen un estricto orden cronológico y reflejan a la perfección las tres etapas en que los estudiosos dividen su obra, es decir, sus años de Dresde, luego, su paso por Berlín y, finalmente, su retiro campestre a raíz de su frecuentación con el mundo de las drogas, que coincide con los años de la I Guerra Mundial, y su ingreso en diversos sanatorios alemanes y suizos. Es la etapa de sus magníficos autorretratos, de una inquietud extrema, donde se refleja el miedo de valor casi cósmico de un espíritu acosado por la guerra. La obra, extensa pero rala si la comparamos con la que produjo en vida y destruyó en Suiza ante el temor de que invadieran los nazis el país, se calcula que produjo 1.400 óleos, 20.000 dibujos y acuarelas, 2.100 grabados, 150 esculturas , 50 productos textiles y 1.500 fotografías en 30 años de febril actividad, ha sido cedida por el Kirchner Museum de Davos, y 26 museos diversos e instituciones privadas, entre ellos el Centro Georges Pompidou de París, la National Gallery de Washington o la National Galerie de Berlín. Su característica principal, rara en estos tiempos en que una exposición de este tipo servía de excusa para recorrer diversas ciudades, es que no tendrá itinerancia, por lo que el día 2 de septiembre cerrará sus puertas la que será la mayor retrospectiva que se ha hecho de este pintor en España. Retrospectiva, además, única.
Cuando se contempla la obra de un artista moderno se citan demasiados antecedentes y consecuentes: en el caso de Kirchner citar la influencia de Picasso, Le Corbusier, la Bauhaus y Léger es ya un tópico que, como todo tópico contiene una parte de verdad. Pero el problema surge cuando a un artista se le rodea de deudos de esa envergadura: parecería, entonces, que la originalidad de su obra, lo que tiene de específica, queda rebajada ante la altura de aquellos que le han influido. Es una de las perversidades con las que tenemos que contar en las crónicas de arte y en la crítica: la contextualización produce un efecto nocivo a veces al hacer perder concentración en la obra que estamos conteplando a favor de otras que no vemos en ese momento pero que sabemos de su excelencia. En el caso de la monstruosa, prolífica obra de Kirchner habría que destacar no lo que tiene de común con sus coetáneos sino lo que posee de excepcional. Ya digo, parece que fueron los nazis los que detectaron esa originalidad y no los que deberían establecer vínculos hagiográficos. Kirchner desde la fundación en Dresde de Die Brücke, ha sido uno de los grandes exponentes de la vanguardia europea del siglo XX y supo, como pocos, reflejar el ambiente convulso y cínico de unos años en que el terror no se escondía en formas de exitosa hipocresía. Kirchner fue un artista marcado por la guerra, como por lo demás lo fueron los más grandes que dio el siglo, y de la fisura que aquello produjo en los cimientos de la cultura burguesa del momento su obra es testimonio único.
Tan testimonial de una atmósfera lo fue que los nazis, en su imaginario de pureza, es decir, de rechazo de aquello que existió pero que ellos se negaban a reconocer, supieron que la única manera de acallar al testigo era eliminarlo. Pero la eliminación no era, como en épocas anteriores, el silencio o la proscripción social, algo que los soviéticos aún practicaron a veces con sus artistas, sino la desaparición física de la obra y, si se podía, del individuo. Ese impacto en las conciencias, puramente mental, y que Kirchner consigue con la disolución temblorosa de las formas y, sobre todo, del uso del color como un estallido que se dirige directamente a la conformación de nuestra moral, es lo que le hace tan inquietante, tan incómodo. Bien podría argüirse que esa actitud es común a los expresionistas, lo que es cierto, pero no lo es menos que en Kirchner no hay actitud beligerante alguna, lo que le distancia radicalmente de un Grosz, por ejemplo. Y quizá ahí radique su aportación más genuina. En esto las pinturas de su deambular por el Berlín de entreguerras no tienen parangón y son la justa contrapartida de lo que, luego, en sus cuadros de ambientación rural quiso llevar a cabo, la descripción de una Arcadia imposible. Eran los tiempos de la impotencia. En ellos seguimos.
Degenerado el tiempo que le toco vivir para nada su arte.La exposición muy recomendable.