La reciente publicación de El lector de Julio Verne, la última novela escrita por Almudena Grandes, y segunda parte de la serie Episodios de una Guerra interminable, tras Inés y la alegría, viene a continuar cierta manera literaria, no puede hablarse aquí de género, que tiene a la Guerra Civil como piedra de toque recurrente y que de un tiempo a esta parte ha producido una cantidad de títulos tan abundantes que puede llegar a constituirse en algo digno de estudio, o, por lo menos, de detenerse a contemplar un fenómeno que llama la atención. Otro, la enorme literatura escrita por novelistas españoles que rondan los cincuenta años y que escriben una narrativa tendente a la meditación de rasgo ético y que colocan al nazismo, al que solamente conocen por lecturas y películas y algún que otro ensayo, como paradigma del Mal, empleando sin saberlo un lenguaje bíblico, tomado de los profetas y de los aires apocalípticos inherentes a esos discursos, cuando no de los cómics, y sin profundizar mucho mas en la cosa, merece un capítulo aparte al que nos referiremos en otra ocasión.
Conviene diferenciar, cuando hablamos de la literatura que tiene a la Guerra Civil como marco ficticio, de la avalancha de novelas de género histórico que inunda, junto al thriller, las mesas de novedades de las librerías desde hace años, cuando se juntan en una misma narración, lo que sucede bastante a menudo, el thriller con una historia ambientada en la Edad Media o en el Renacimiento, hijos espurios de El Código Da Vinci, el resultado suele ser nefasto, y conviene diferenciar porque la intención es muy distinta en ambos casos. En el de la novela histórica, sin más, se trata de una fórmula dictada por las casas editoras porque piensan que en épocas convulsas el lector busca refugio en el pasado porque éste, por muy terrible que haya sido, no posee incertidumbre, como se le achaca al futuro y, por tanto, se vende más una novela que trata de Imperios desaparecidos pero que el común de los lectores conoce, por ejemplo, el romano, el egipcio, ahora el chino, que una que trata del tiempo presente. Y aducen, como exponentes de la tendencia, la incertidumbre habida en Europa y Estados Unidos en los años de entreguerras y que produjo un hambre voraz por leer novelas de género histórico. Las que tienen por marco la Guerra Civil entran en otra categoría: la de aquellos escritores que quieren dejar una impronta sobre un acontecimiento crucial en la historia de España del siglo XX y que en cierta manera ha determinado nuestro presente. De ahí que esa tendencia tenga que ver más con un proceso de clarificación del momento actual que con uno de iluminación de lo que ocurrió en aquellos años. Yo reconozco que la literatura que me gusta de la Guerra Civil la leí hace muchos años, con las sagas galdosianas, siempre aparece Galdós en estas cosas, de las sucesivas entregas de los Campos…, de Max Aub, de los relatos de Juan Eduardo Zúñiga, de Juan Iturralde, desde luego, La forja de un rebelde, de Arturo Barea, para mí el mejor libro que se ha escrito sobre la contienda, pero también alguno de Edgar Neville y algún que otro tangencial, como aquel de Drieu La Rochelle, Gilles, cuyo nihilista héroe acaba sus días en la defensa del Alcázar toledano. Pero esta literatura de la que gusto tiene como autores a testigos directos de la contienda y esos libros eran maneras de exorcizar un presente que era necesario, urgente, clarificar al modo en que el más mínimo rayo de luz ilumina una oscuridad inmensa.
Estos casos son otra cosa. No hay experiencia directa del conflicto pero sí de sus consecuencias, medio siglo de dictadura dan para esto y mucho más, y estos autores suponen que hay algo aún en aquella contienda y en la posguerra, algo aún no especificado del todo, algo que trasciende el horror, la miseria y la crueldad, que puede aclarar nuestro pasado más inmediato. La cosa puede ser loable pero me temo que aquí la distancia no siempre es motivo de objetividad y ello por una razón muy simple, la objetividad no puede darse de ninguna de las maneras porque siempre ha sido consecuencia de un pacto político a posteriori, y los casos en que en otras guerras hubo un modo común de enfrentarse a ellas, se hizo de dos maneras: o a través de un consenso entra los antiguos enemigos o mediante un alejamiento en los años con respecto a la época referida tan enorme que poco importa ya su huella sentimental. El ejemplo de la guerra civil americana, cuyas consecuencias parecen estar enterradas hace muchos años, y que produjeron obras como Lo que el viento se llevó, aún en los años treinta, que levantaron cierta polémica, o las sagas descritas por Faulkner, debería ser motivo de advertencia. La fisura que abrió aquel conflicto, y que se remonta a los orígenes dela Unión, aún no están cerradas en el imaginario colectivo. La actitud dramática ha dado paso a la chanza, al chiste posmoderno, pero la quiebra está presente. Después de ciento cincuenta años…
De estos autores de ahora me quedo con algunos como Isaac Rosa o la propia Almudena Grandes, lo de Javier Cercas me interesó menos por lo que tenía de anecdótico y, en el fondo, de anacrónico. Esta escritora, que siempre adoptó aires galdosianos, se refiere al ejemplo de nuestro ilustre novelista para justificar su propio quehacer. Creo que en su actitud, por muy loable que sea, resta cierta lectura incompleta de la labor del autor de Fortunata y Jacinta. Tengo para mí que Galdós cumplió en los Episodios Nacionales con aquello que demandó su tiempo: la construcción en el imaginario narrativo de un estado nación, y las guerras napoleónicas eran el engrudo primero con el que poder construir ese imaginario.
Con nuestro pasado más reciente es probable que sin darnos cuenta incidamos de nuevo en los viejos clichés, aumentados ahora por una compasión hacia las víctimas más inocentes, niños, viejos… que nuestra sensibilidad actual no tolera. En todo esto puede haber una distorsión no querida pero sí agazapada como algo más que una posibilidad. Yo, mientras tanto, leo de vez en cuando las obras de Shakespeare ambientadas en los conflictos civiles que asolaron Inglaterra hasta la paz de los Tudor, ya saben, lo de la rosa ni blanca ni roja… en realidad fue el producto de un pacto cumplido con sangre… Aún hoy, en el Reino Unido, algunos católicos recuerdan a Maria Estuardo… el imaginario sobrevuela, insospechadamente, el tiempo. Y por ahí se descuelgan, rostros que miran el fantasma de Maria, como el de Graham Greene o el de Anthony Burgess.