La noticia de la muerte de Antoni Tàpies me ha llegado acompañada de una emoción intelectual ante ella que pocas veces me ocurre ante sucesos de esta índole, me pasó con Ernst Jünger, me pasó con Beckett, y desde luego con ciertos amigos, como Guillermo Cabrera Infante. Esto de la emoción intelectual tiene que ver todo con el agradecimiento a la obra de cada uno de ellos en la formación personal de uno, es decir, tiene todo de deuda rotunda, de una manera u otra. En el caso de Tàpies, estamos en los setenta, fue el regalo que me hicieron de Novel.la, un libro conjunto que crearon Antoni Tàpies y Joan Brossa y que yo, en aquel entonces embarcado en aventuras de poesía experimental, recorrí con un fervor rayano en una especie de misticismo laico, una ligazón mental muy propia de las vanguardias y hoy desgraciadamente olvidada en la sopa posmoderna, lo que me hizo acceder a una de las obras plásticas más apasionantes del siglo y a una de las aventuras personales más lúcidas que me ha sido otorgado comprobar año tras año.
Llegué a conocerlo, como una visita fugaz por Barcelona gracias a un amigo alicantino muy metido en ciertos ambientes artísticos del momento, y me sorprendió, mejor dicho, me sorprendí, cuando experimenté la inmensa cultura y la humanidad que destilaba este hombre que los periódicos franquistas del momento, muy sesgados, tendían a calificar de antipático, incomprensible y un tanto estafador. Eran los años en que la obra de Tápies, reconocida en el mundo, sólo era comprada aquí por una exigua minoría burguesa vinculada a la cultura, cuando no a la reivindicación nacional catalana, mientras que muchos otros, despreciados por los compradores de obras de Tàpies y actuando como una secta, adquirían cuadros en apariencia más comprensibles, como los de Antonio López. Cuesta admitir hoy ciertas estupideces del pasado, pero España siempre fue un país que apostó por Belmonte o Joselito, por los Beatles o los Rolling, creando dicotomías inventadas pero irreconciliables y el caso Tàpies-Antonio López escondía una soterrada lucha de intereses políticos a la que los dos artistas eran ajenos.
Con ello quiero resaltar la importancia que Tàpies, el conocimiento de su obra plástica y la lectura de sus libros, porque rompiendo la tradición española fue un artista ilustrado que escribió y teorizó sobre su arte con gran acierto, justeza y luminosidad, tuvo en los años sesenta y setenta, hasta el punto de convertirse en una referencia española de nivel internacional que educaba sin saberlo a una generación entera de jóvenes, como también hizo por aquellos años Octavio Paz. Creo, sin embargo, que la obra de Tàpies, con ser tan vasta, tan abrumadora, tan inmensa, no ha llegado a ser comprendida en su justo término. Y no lo ha llegado a ser porque no es una obra fácil a la que acceder. Exige esfuerzo y cierta disposición y estas son características imperdonables en la cultura de masas, que pide referentes fáciles de digerir… y olvidar, en una rueda infinita proclive al olvido. Todo en Tàpies, sin embargo, nos lleva a la memoria, a no dejar nada, por pequeña que sea, al albur de la comodidad. Esa actitud parte de un proceso de síntesis que conlleva la superación de los contrarios: como metáfora podríamos decir que el ateismo de su padre, Josep Tàpies y Mestres, ilustre e ilustrado abogado de su época, y el catolicismo de su madre, Maria Puig i Guerra, de familia catalanista, propiciaron la síntesis del budismo zen que tanto encandiló a Antoni Tàpies desde que lo descubrió y cuya actitud impregnó intensamente muchas de sus composiciones. Esa presencia del lugar vacío tan dada en la contemplación de las obras de Tàpies, sobre todo las realizadas a partir de los sesenta, esa tensión que tiene mucho de corolario metafísico pero que se cuela subrepticia en la materia plástica, tiene mucho de culto al misterio, pero lo increíble en Tàpies, lo que hace que el gesto sea creíble, es que lo muestra a través de la obra, e intenta que ella hable por sí misma. En este sentido es uno de los artistas más concentrados del siglo, y siguiendo el orden de las metáforas, en este caso la de aquella división entre erizos y zorros de tanta fortuna que definió Isaiah Berlin cuando estudió la literatura rusa, no olvidemos que Tàpies fue un hombre que amó la obra de Dostoievski con pasión, bien puede decirse que en cierta manera fue el paradigma del artista erizo, es decir, aquel que acota un espacio de realidad y se dedica, en un ejercicio inusitado de concentración, a indagar, a barrenar ese coto hasta alcanzar profundidades difíciles de ser seguidas. Esa actitud tiene un peligro: la de la incomprensión o, mucho peor, la de encontrar poca cosa, pero en Tàpies el hallazgo fue un tesoro desde los tiempos de Dau al Set, junto a Brossa, Juan Eduardo Cirlot, Cuixart, Joan Ponç, y posteriormente su encuentro con Joan Miró, tan determinante, y, luego, ya en su plena madurez, la aventura del grupo Taüll, con Cuixart, de nuevo, con Josep Guinovart, con Tharrats… Más tarde, con el reconocimiento internacional, su figura se tornó pública y su ejemplaridad, tan íntima, se volvió política. Esos años, sin ir más lejos, de marcha a Montserrat para protestar por los juicios de Burgos, por lo que fue encarcelado, o el encierro en Sarriá por ayudar a la constitución de un sindicato democrático de estudiantes.
Tàpies nunca dejó de poseer una intensidad plástica fuera de lo común, sorteando quizá lo más nocivo para un artista: el reconocimiento institucional y el afán por convertirlo en un referente imprescindible, en un clásico en vida, lo que es una forma de enterrarlo. En años recientes la creación de la Fundación Tàpies, en el edificio modernista donde estaba la editorial Muntaner y Simón, lo que no es casual, fue esencial para ayudar a la potenciación del arte contemporáneo en Cataluña, y aunque las actividades de homenaje a su figura se acrecentaban, recordemos la retrospectiva del MACBA de Barcelona en 2004 con la exposición de 150 obras suyas, lo cierto es que hasta que su cuerpo se lo pudo permitir Tàpies no dejó de pensar y sentir el arte como un proceso vivo muy apegado a la realidad, sin ir mas lejos, la donación de una de sus obras en 2007 para evitar el cierre de TV3 en Valencia o la defensa que hizo de Elkarri junto a José Saramago.
Se nos ha ido uno de los muy grandes. A lo mejor aún no lo sabemos, y ello a pesar de tanto homenaje en estas horas.