«Oh, guau; oh, guau; oh, guau»

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Imagen de febrero de 2009 de Steve Jobs. / wikimedia.org

En realidad dijo, “Oh, wow”, y tres veces, que son las que según nuestra tradición indoeuropea corresponden a la impronta de una frase cuando se quiere pase a la leyenda y de ahí a las crónicas históricas. Desde que Steve Jobs murió hace escasamente un mes de una afección pancreática a la edad de 56 años, no hay día que el cofundador y presidente de Apple Computer no sea noticia de una u otra manera. Toda esta parafernalia mediática es una mina para un semiólogo o para cualquier profesor de literatura en cualquier universidad de las de ahora donde parece darse más importancia a analizar este tipo de cosas, es decir, comprender el intríngulis de la publicidad moderna, que a enseñar a leer a los alumnos, disciplina que debió tener su interés en otro tiempo pero que a tenor de lo que vemos a diario parece relegada a una actitud prehistórica de la cultura. Pero lo que me interesa destacar aquí no es eso, sino el modo en que se intenta hoy construir un mito moderno y la inanidad que resulta de todo ello, inanidad que no viene del hecho de no cumplir los requisitos clásicos para llevar a buen puerto tal fin, sino porque la aceleración temporal de hoy día, en realidad pura amnesia, hace que el mito dure el tiempo que se publicita el asunto, apagándose de manera automática cuando la publicidad decrece o no se produce, al modo de los conejitos autómatas del anuncio televisivo aquel de las pilas Duracell. Steve Jobs es un mito moderno pero cuya excelencia es equiparable a la de los conejitos del anuncio: durará lo que la pila aguante y se extinguirá en el mismo instante en que el último impulso eléctrico tenga lugar. En ese momento se extinguirá también su recuerdo, es decir, se extinguirá de la memoria de todos nosotros. De ahí que no hay día que nuestro ilustre mito moderno no sea noticia en los medios. De ello depende su supervivencia, vale decir, la de la marca Apple.

Ya digo. Lo último ha sido lo sus últimas palabras al morir. No será la última noticia,  pero por ahora debemos contentarnos con la que nos ha dado su hermana, la escritora Mona Simpson, que comparte los padres biológicos de Jobs pero que no fue dada en adopción como le ocurrió a él, que estuvo a su lado durante las horas previas a su muerte, rodeado también por sus hijos y su compañera Laurene, y a la que  le ha faltado tiempo para comunicar a la prensa cuales fueron las últimas palabras de su hermano, el empresario convertido en gurú mediático. Unas palabras que convierten a Steve Jobs, un empresario imprevisible a la hora de hacer negocios e inventar estrategias de mercado, en un norteamericano previsible a la hora de morir. Esas palabras son, junto con O.K. y “Oh, Díos mío”, las más pronunciadas por sus habitantes en el país a lo largo del día, y se refiere a una multiplicidad de cosas cuya dilucidación llevaría las discusiones bizantinas a convertirse en cosas de niños. Convendría que esas palabras, además, fuesen tomadas como una metáfora de nuestro tiempo, donde muchas veces aquello que se pronuncia pertenece más al pozo sin fondo de lo gratuito que a la luminosa intencionalidad. Mejor dejarlas así.

Por otro lado, salvo las palabras pronunciadas por Jesucristo o Sócrates, los maestros míticos de nuestra tradición que no escribieron en su vida una sola línea, no hay en nuestra historia una sola palabra pronunciada poco antes de morir dicha por una persona de excelencia que no se vea afectada de una u otra manera por la sombra de la banalidad o de lo sublime, que, como ya se sabe, distan  a veces muy poco. El ejemplo pertinente, como en tantas otras cosas, de ahí lo que su figura tiene de irritante, lo da otra vez Goethe que, según consta ya en las leyendas, poco antes de morir dijo  aquello de "Más luz”, lo que ha dado lugar  a las interpretaciones más curiosas: desde la que ve en ello una visión de neto corte apolíneo y que concordaría punto por punto por aquellos que han estado  a punto de morir y describen sus penúltimos pasos entre nosotros como la visión de un túnel lleno de luz, y la de aquellos, descreídos y un tanto gamberretes en su iconoclastia, caso de Thomas Bernhard, que gozó escribiendo que en realidad el ilustre genio estaba pidiendo que corrieran las cortinas de la habitación para que entraran los rayos de sol, un anhelo muy de hombre del Norte con querencias italianas, como era Goethe. Lo de Bernhard, desde luego, es una lección pertinente y justa de lo fácil que es desmontar una leyenda cuando, además, ésta se sustenta sin prueba alguna, como corresponde a su esencia. A muchos lo de “Oh, guau” les parecerá una banalidad: son aquellos que suponen que Steve Jobs era un genio capaz de morirse como un genio, es decir, los que se han tomado la leyenda en serio por muy diversos motivos. Por mi parte creo que la señorita Mona Simpson, que no supo de la existencia de su hermano hasta que un abogado se lo comunicó, tenía 25 años y se quedó de piedra al enterarse de lo rico y famoso que era el pariente, nos ha hecho un gran favor al comunicarnos cuales fueron las últimas palabras de su hermano y lo próximas que están al pueblo norteamericano y, lo que es más importante, la gama casi infinita de posibilidades que se abren ante tamaña frase.

Porque si hubiera dicho, “Oh, Díos mío”, que tiene un deje de sorpresa pero también de fastidio, fue la palabra más pronunciada por aquellos que asistieron en directo a la caída de las Torres Gemelas aquel 11 de septiembre, la cosa hubiera sido inquietante: ¿Qué habrá visto?, podrían preguntarse muchos, pero al decir, “Oh, guau” esa inquietud se disipa al ofrecernos un toque de familiaridad del que no sabemos nada más salvo que es familiar, lo que no es poco en un país que necesita una parcelita de acomodaticia  Arcadia mental diaria para afrontar cualquier dificultad. A mí, en realidad, me parece que lo que se podría destacar de Steve Jobs,  a tenor de toda la información recogida en este  último mes, desde el modo en que vestía hasta las dietas macrobióticas que practicaba, desde ese optimismo existencial de que hacía gala hasta ese basar ciertos gestos vitales en frases de Epicuro, Sócrates, Platón u Horacio, parecía repetir mucho lo de “carpe diem”, algo que practicamos a diario por estas tierras del sur aunque no sepamos latín, es justamente lo apegado a la normalidad estadística lo que parecía ser su personalidad, o, por lo menos, la que nos quieren presentar.

Nadie de más de trece años duda en realidad  que Steve Jobs era un personaje más complejo de aquello que los medios nos presentan, pero, ¿a quién le interesa la verdad de algo que es dado al olvido en cuanto doblemos la esquina? Mucho más importante es presentarnos su banalidad, la nuestra, en definitiva. Todos somos Apple.

1 Comment
  1. hariclea says

    Es de hace días, pero me parece interesante: «Hemos visto la disminución del peso del dólar, la desintegración de los sueños europeos, la carrera armamentística en Asia y la parálisis del Consejo de Seguridad de la ONU cada vez que se amenaza con un veto; ¿acaso no indican todas estas cosas que estamos entrando en terreno desconocido, en un mundo agitado, y que, en comparación con él, la visible alegría de los clientes que salen de una tienda Apple con un dispositivo nuevo resulta, no sé, tonta y sin importancia? Es como si estuviéramos de nuevo en 1500, saliendo de la Edad Media hacia el mundo moderno, cuando las multitudes se maravillaban ante cualquier arco nuevo, más grande y más poderoso. ¿No deberíamos tomarnos nuestro mundo un poco más en serio?» Paul Kennedy. http://www.elpais.com/articulo/opinion/Hemos/entrado/nueva/era/elpepiopi/20111103elpepiopi_13/Tes

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