En El hombre y lo absoluto, aquel maravilloso ensayo dedicado a Pascal, decía Lucien Goldmann que para estudiar una época era mejor remitirse a los escritores medianos de aquellos años que a los grandes que, por una u otra razón, siempre escapan a los dictados de su tiempo. Esta afirmación me vino siempre a la memoria cada vez que me he enfrentado con géneros que, como el policial o el de ciencia ficción, intentan dar idea de los avatares de su tiempo, en un tour de force del realismo muy curioso y significativo, a través del crimen o de la proyección hacia el futuro del imaginario tecnológico de nuestra sociedad.
Tengo que decir que el resultado no es tan espectacular o importante como la cosa puede sugerir, pero sí que ayuda a entender los sutiles mecanismos de los fantasmas en que nuestro entramado social refleja los miedos e impulsos de su tiempo. Sólo así cabe entender que los nazis, sin ir más lejos, prohibieran la importación de novelas policíacas anglosajonas en los años treinta, en especial las obras de Edgar Wallace, por las mismas razones que podían haberlas fomentado: en uno u otro caso el género suponía un reflejo del ambiente podrido del capitalismo liberal infectado por los judíos. El que lo prohibieran en vez de fomentarlo tiene más que ver con el concepto de higiene y contaminación tan propio del nacionalsocialismo que de otras consideraciones de eficacia manipulatoria. Por cosas así, como el considerar algunos inventos científicos cosas propias de judíos, a lo mejor perdieron la guerra. Nunca lo sabremos.
El género policial se muestra idóneo para estudiar estos fenómenos. Hay preguntas aún no contestadas: ¿Por qué, por ejemplo, fuera del ámbito anglosajón, donde más enraizó el género fuera en Francia e Italia, que bautizaron al mismo como serie negra y amarilla, giallo, revitalizándolo hasta extremos de constituir una tradición? ¿Por qué eso no ha sucedido en países como España o Alemania, que siempre fueron deudores de las tradiciones francesas, italianas, británicas y norteamericanas, sobre todo de estas últimas? La respuestas pueden ser tan fascinantes como las preguntas mismas, pero el motivo de estas líneas es llamar la atención sobre la vitalidad del género en Italia, la patria de un Giorgio Scerbanenco, el Mickey Spillane latino, de un Leonardo Sciascia, que vale por toda una literatura, de un Andrea Camilleri, con la creación del inspector Montalbano, homenaje entrañable a nuestro Manuel Vázquez Montalbán, tan querido en Italia, y ello por no hablar de escritores que rebasan la cosa, como Carlo Emilio Gadda, una vitalidad que crece con magnitudes agigantadas y que revela la enorme capacidad de los italianos para reinventarse una y otra vez, de nuevo sin cesar.
Hay un escritor muy curioso, Maurizio de Giovanni, nacido en Nápoles en 1958, y autor de cuatro novelas que están fascinando a media Europa, que se muestra ahora como el renovador del género en Italia. La Editorial Lumen ha publicado entre nosotros la primera de esas novelas, El invierno del comisario Ricciardi, con la promesa de ir editando las restantes, y la verdad es que leyéndola no hay por menos que rendirse ante la sutileza de ciertas creaciones, una sutileza que, no sé si conscientemente o no, utiliza la nostalgia como vehículo idóneo para construir una Arcadia. Eso no es nuevo. Lo que me ha llamado la atención es que esa Arcadia se instale en los años del fascismo, y es ahí donde deberíamos dirigir nuestras pesquisas.
De Giovanni es el responsable de haber creado un personaje detectivesco, Luigi Alfredo Ricciardi, que se distingue de los demás habidos hasta ahora en la literatura del género en que posee un don heredado de su madre: asiste al gesto de las víctimas muertas violentamente, el último de ellos, y, a la vez puede oír sus postreras palabras. Esto es nuevo en el género, pero en su vertiente literaria, pues no debemos olvidar que en las series de televisión norteamericanas la colaboración entre gentes con poderes de videntes y la policía son frecuentes, como en El mentalista, sin ir más lejos, por no referirnos a otras peores y más extravagantes, y refleja la influencia recíproca entre los distintos géneros narrativos para mantener encandilado a un público que quiere cambiar de continuo y, paradójicamente, desea siempre lo mismo pero transmutado en otra piel, en otro tipo de representación. Ricciardi pertenece a ese tipo de personajes tan de hoy, pero difiere de ellos en que sufre el dolor del muerto antes de fallecer al modo de un héroe trágico de la Antigüedad. En esto hay una valoración de grado hacia la excelencia literaria e introduce un elemento no sólo complejo sino metafísico en el ámbito de la investigación policial, lo que convierte a este Mauricio de Giovanni en un autor capaz de hacer sombra a los autores de novela negra nórdicos, hasta ahora dueños incontestables del cotarro estos últimos años.
El comisario Ricciardi mantiene una sabiduría oculta con este don que casi le acerca a la omnisciencia: sabe que las víctimas siempre mueren por hambre o por amor, que en el fondo es lo mismo. De mirada extraña pero atrayente, taciturno, tenaz, callado, Ricciardi pasea su don en esta primera novela por las calles del Nápoles fascista del año 1931, en pleno apogeo de su propaganda, y la sufre en silencio. Tanto, que esta vez le toca investigar la muerte del tenor Arnaldo Vezzi, amigo personal de Mussolini, asesinado en el Teatro San Carlo de Nápoles poco antes de salir a cantar I Pagliacci. No es mi intención seguir contando la historia, algo fatal cuando se trata de novelas policíacas o de misterio, indiferente cuando se trata de obras de carga metafísica o ligadas a las vanguardias, pero conviene apuntar que las tramas de de Giovanni son complejas, abundan poco en el tópico, lo imprescindible para que el género se reconozca, y que, en el fondo, las historias apuntan a otra cosa, lo que nos dice todo de su excelencia literaria.
Llama la atención, sin embargo, el ambiente de la Italia fascista. ¿A qué apunta el autor? ¿A un correlato demasiado evidente con la Italia de Berlusconi? El asunto parece más complejo y parece advertirnos de ciertos regustos en tiempos de desesperanza ante soluciones fáciles, salvadoras… No es baladí que estas novelas hayan aparecido en estos tiempos. En los años sesenta, la época de gloria de Scerbanenco, tal cuestión hubiese sido tomada como extravagante; en los años setenta, cuando Sciascia, casi como una provocación. No ahora, desde luego, pero ¿por qué?
Olvidan mencionar que la traducción de «El invierno del comisario Ricciardi» es de Celia Filipetto.