Chapuzón y gloria

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José García Pastor *

(Respuesta a la prueba documental 3)

Pero no se crean ustedes que siempre hemos sido víctimas; más de una vez les hemos hecho creer que se imponían cuando, en realidad, eran ellos quienes obedecían a nuestros designios. Para ilustrarlo les leo la siguiente anotación, encontrada al pie de un acantilado. Saquen sus propias conclusiones.

A nuestro discípulo humano, llegados al borde de la redención

Esfuerza la mirada y verás un punto flotante que irá tomando forma de velero. Espera a que atraque, no prestes atención a quienes se agarran al mástil retorciéndose entre vómitos y lamentos y fíjate bien en el primero que salte. Ha llegado la hora del último sacrificio que te pedimos, acto que nos liberará de la vara del opresor y nos transportará a un reino inmortal donde viviremos acariciados por corrientes de dicha. Si sigues estas instrucciones tal vez goces de la misma suerte.

Llevamos meses adiestrándote en el arte de parecer demente o algo peor, pero te recordamos que, asqueado de tu propia comunidad, fuiste tú el primero en acercarse. Habiendo constatado con asombro que el diálogo era posible, nos dijiste que estabas hasta la coronilla de la rutina, las normas inflexibles y la petulancia de tus congéneres. Durante esas primeras conferencias nos observaste con atención y, según declaraste más tarde al calor de una familiaridad en auge, te inspiramos pena, condenados como estábamos a pastar entre las rocas bajo la mirada de los porqueros y a volver por la noche a un redil de donde era imposible la fuga. Habías llegado a sentirte más cerca de nosotros que de los de tu especie. Querías ayudarnos.

Al principio te tomamos por botarate, pero no tardamos en verle posibilidades a tu oferta. Sí, podías sernos útil, te respondimos, y, de salir todo bien y siempre que de verdad te interesara, te sería dado acompañarnos a un lugar sin policías ni peñas agrestes. Sabíamos que te costaría entender la sustancia y los pormenores de nuestra fe, pero el roce diario con la piara elegida y las pruebas de nuestro afecto te ayudarían a entender el sentido del bien que nos estaba anunciado. Concebimos el plan y lo echamos a rodar.

Primero había que fingir locura y sumisión a voluntades ajenas. No bastaba con apartarse de la sociedad humana y penar en silencio por los montes; eran precisos los aspavientos, pues, supusimos y no nos equivocamos, sólo un comportamiento llamativo por lo repugnante atraería a alguien que, adalid de una doctrina en el fondo no distinta de la nuestra, nos ayudaría, sin saberlo, a escapar. Te alentamos, pues, a fijar domicilio en los sepulcros colindantes con el aprisco y a pasarte el día y la noche voceando y, en aras del efecto dramático, haciéndote cortes y moratones con los guijarros. Como era de esperar, los agentes del orden público, avisados por los impresionables pastores, te redujeron más de una vez con cadenas y grilletes que te habrían mantenido a raya –con el debido respeto, estás hecho una birria, da lástima verte la cara chupada y los huesos protuberantes, sobre todo desde que, siguiendo nuestros consejos, te pusiste a dieta de hierba y renunciaste a la ropa– si, al amparo del sueño de los carceleros, uno de nuestros comandos especiales no hubiera excavado un túnel por el cual, cuando la ocasión lo exigía, accedíamos a tu covacha para limar y desmenuzar con colmillos y pezuñas los eslabones y cerraduras, liberándote noche tras noche para asombro de herreros y profesionales de la represión.

Empezó a extenderse la leyenda del gadareno que actuaba a las órdenes de un espíritu inmundo; era cuestión de tiempo que la noticia cruzara el lago y llegara a oídos de otro desequilibrado –nadie en su sano juicio puede ser autor de las proezas y discursos a él atribuidos– que no dudaría en acudir con sus compañeros a solucionar el problema y, de paso, acrecentar su fama. Y ahí lo tienes, la melena agitada por la brisa y un pie listo para el hundimiento en el lodo no bien encalle la barquichuela.

Nos haces falta y nos hace falta él, pues sin vuestra doble concurrencia no podríamos huir. Tal como te hemos explicado en susurros mientras retorcíamos el hierro o te sanábamos una herida, nos mueve la certeza de que los dos mil elegidos tenemos prometido un futuro eterno en otra parte. Dicen las profecías que basta con que saltemos todos a la vez por el precipicio, quien con el morro por delante, quien en plancha, o, los de talante juguetón, haciendo la bomba, y nos hundamos en el mar, donde, trasmutados los pulmones en branquias inconcebibles por el actual intelecto, bucearemos al unísono rumbo al lugar donde nos espera una vida infinita de puercos acuáticos ajenos al sol y la bellota. Tú mismo conoces las dificultades de orden práctico que impiden nuestra marcha. Los cuidadores nos dejan trotar por los promontorios, pero si ven que nos acercamos demasiado al límite vertiginoso se apresuran a echarnos atrás de malos modos, y es que no están las cosas para quedarse sin fuente de ingresos. Por la noche nos hacinan en la pocilga y aseguran las barreras con candados a pruebas de nuestras fuerzas e ingenio. Alguna expedición de reconocimiento hemos enviado, y alguno se ha roto la crisma dominado por la impaciencia y el espejismo de la salvación individual, pero creemos a pata juntillas que sólo el salto en manada puede desencadenar la majestuosidad.

Aquí es donde entras tú. Que no suba la cuesta; baja tú corriendo y haz como que le adoras. Muéstrate arisco, como si otro u otros hablaran por tu boca, y síguele el juego cuando hable de un desalojo pactado. Si te pregunta cómo te llamas, respóndele con evasivas y, si te ves capaz, ponle melodrama al asunto aludiendo a una multitud que habita en tu interior. Para entonces él se creerá dueño de la situación y los guardas, llevados por la curiosidad, habrán abandonado los puestos de vigilancia para bajar a la orilla a presenciar el encuentro. Pídele a continuación, hablando en plural, que no expulse sin más al colectivo atormentador, pero anticípate a su palabra e insinúale que todo podría solucionarse con un traslado en masa a nuestros cuerpos. Cuando él asienta nosotros nos precipitaremos en tromba al piélago. No habrá cerca ningún pastor que lo impida, y nadie querrá arriesgarse buscando los cadáveres de animales de por sí impuros y, para más inri, contaminados por el invasor. ¿Quién no va a creer que un espíritu pérfido y multiforme nos ha empujado al suicidio?

Tu misión habrá concluido, pero no queremos ser desagradecidos y abandonarte a tu suerte. Los porqueros, asombrados o furiosos por el fin de su lucrativa ocupación, correrán a informar a los vecinos de lo ocurrido. Pronto se congregará allá el poblado entero para verte envuelto en túnicas ajenas y una actitud cuerda y serena. Las autoridades, expresando el sentimiento del municipio entero, pedirán al artífice de aquel prodigio que se las pire, no sea que se le ocurra otro milagro preñado de catástrofes económicas. Cuando él se levante los faldones para no ensuciárselos mientras regresa a la barca, tú te pondrás de pie y le rogarás que te lleve con él. El plan es sencillo: llegada la nave al punto indicado, uno de nosotros asomará la patita entre las olas y tú sabrás que allí mismo tienes que arrojarte al agua para sumarte a la transfiguración y vivir para siempre en nuestra compañía, si es que el otro –cuentan maravillas de sus dotes de persuasión– no te ha hecho ver ya la bondad de una existencia mejor a su vera.

Pero no te vamos a ocultar que lo más probable es que él no te acepte en la embarcación y te conmine a referir su hazaña por la comarca. No desesperes: acata el mandato y ve de ciudad en ciudad relatando su versión de los hechos. Los oyentes se admirarán y nosotros –no te quepa la menor duda– te guardaremos siempre en la memoria y te adoraremos como providencial mártir que, fingiendo locura e invasión de poderes maléficos, nos permitió darnos a la fuga y acceder al júbilo prometido. Consuélate imaginando nuestros desplazamientos acuáticos entre gruñidos y cánticos engorrinados envueltos en burbujas de gozo, pero piensa que, como humano que eres, te acecha la debilidad, y no nos extrañaría que algún día, acuciado por un tabernero de Decápolis que no deja de llenarte la copa, rompas en llanto y pongas a la concurrencia al tanto de lo que de verdad ocurrió. Ándate con cuidado. Creerán que la inmundicia ha vuelto a tomar posesión de tu alma.

(*) José García Pastor es escritor y traductor.
Relatos anteriores de la serie 'Cerdadas': EscarbandoEl fin de la molicie.

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