Perdida en el zoco

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Mónica G. Prieto

Puerta de Damasco (Jerusalén). / Berthold Werner (Wikimedia Commons)

Tenía todos los síntomas del ataque de pánico. Notaba palpitaciones en el pecho, la angustia le atenazaba la garganta y las lágrimas pugnaban por desbordarse en su rostro. No ayudaba que la temperatura en Jerusalén superase ampliamente los 40 grados, ni tampoco los empujones del resto de turistas que se disputaban cada centímetro de las estrechas callejuelas de la Ciudad Vieja, pero el acoso de los vendedores comenzaba a ser una tortura.

Su anhelada visita a la Ciudad Santa se había convertido en una pesadilla. Había estado toda su vida soñando con confundirse entre sus piedras milenarias, ahorrando para poder costearse un viaje organizado que suprimiera los miedos de una mujer sola que jamás había salido de su país, pero ahora la idea se le antojaba de pronto una enorme equivocación.

Cuando aquella mañana despertó en aquel anodino hotel no podía sospechar que horas después estaría al borde del llanto. El programa del día incluía lo que para ella representaba el plato fuerte de aquel viaje, donde compartía experiencias de 30 desconocidos a quienes se limitaba a ignorar. Toda una mañana entre las murallas del anciano Jerusalén: el Muro de las Lamentaciones, la Explanada de las Mezquitas, los diferentes barrios, Al Aqsa, el zoco árabe donde zascandilear entre cientos de estanterías cubiertas con baratijas...

Durante el desayuno había sorbido su café con la mente puesta en la idílica imagen que durante años había construido. Cuando se bajaron del autobús climatizado ante la Puerta de Damasco el bullicio del mercado le produjo cierto vértigo, pero se sobrepuso con una sonrisa empeñada en disfrutar del momento, acoplada al ritmo del grupo y sin perder de vista el paraguas rojo que identificaba a su guía.

Mujeres veladas, hombres con impenitentes cigarrillos entre los dedos, manadas de turistas y ejércitos de críos pululaban por las callejuelas. Los olores eran intensos y cambiantes según la zona que atravesase -acá la fragancia dulzona a cardamomo, allá el intenso aroma a cuero recién curtido, más adelante el nausabundo tufo a carne de cordero- y sobre todos ellos se imponía el hedor a orín de algunas esquinas donde algún viandante se había aliviado y a humanidad sometida a temperaturas imisericordes.

Sobre el olor y el calor se imponía el acoso. Hombres, siempre hombres, que increpaban al turista, se interponían en el camino, ofertaban mercancías y trataban de atraer de mil y una formas a los angostos negocios con portales de madera. Un Hello, good morning que saltaba a Bonjour mademoiselle, antes de pasar de puntillas por un Ciao signorina o Hola seniorita a la caza de un mínimo desliz visual que delatase la lengua materna del extranjero y permitiese una conversación envolvente en la que dejar KO al turista. Verdaderos políglotas selectivos, con suficiente vocabulario para exprimir máximas ganancias pero sin saber ningún idioma más allá del árabe.

Los reclamos se le antojaban un vertiginoso torbellino dialéctico en el que no tardo en verse atrapada. Los goterones de sudor empezaron a salpicar su camiseta, su respiración se entrecortaba. Le fallaron las rodillas y atinó a apoyarse contra un muro, con los ojos cerrados. Una voz ronca le sacó de su miedo. Souvenir, souvenir. Cuando miró sólo pudo ver una boca desdentada en un rostro anónimo de color aceituna y barba de pocos días.

Levantó la mirada sobre las cabezas de los cientos de viandantes. Ni rastro del paraguas rojo, ninguna cara conocida. Estaba perdida. Pensó en retroceder pero todas las calles le parecían la misma. Todos los olores eran igualmente persistentes, todos los acosadores parecían la misma persona.

Se mordió un puño sabiendo que estaba a punto de echarse a llorar cuando apareció el crío que le tendía la mano. Al principio se encogió en sí misma, pero comprendió que no tenía muchas opciones, y el chaval, de unos 10 años y ojos grandes, seguía ahí, invitándole a acompañarle.

El silencio del crío le dio confianza. Se dejó llevar casi avergonzada. Los demás vendedores dejaron de dirigirse a ella. El pequeño le condujo al interior de una de las tiendas, donde cojines bordados, rosarios árabes, jabones de aceite de oliva y y shuras del Corán enmarcadas se apilaban desordenadamente. Con un gesto le invitó a sentarse en un fresco rincón, sobre una alfombra oscura. Allí los ruidos del zoco llegaban amortiguados, y la quietud resultó balsámica: apenas se hubo recostado cuando sintió un alivio inmediato. Su estómago se asentaba, la angustia decrecía, el miedo se apaciguaba.

Sin saber de dónde había salido, encontró a sus pies un vaso helado con un líquido transparente. Lo probó: era refrescante agua de rosas. Paladeó el curioso sabor cuando fue consciente de su sed: terminó con su contenido de un trago. Mientras paseaba la mirada por el interior del establecimiento comprendió que su salvador era el hijo del comerciante, un joven con bigote sentado tras el mostrador con la mirada ausente que no parecía partidario del acoso como estrategia de ventas. El niño se acercó a su padre y le susurró algo al oído, señalando a la turista con un gesto de cabeza casi imperceptible. El hombre asintió sin sonreír, y el chaval desapareció para reaparecer con un plato con dátiles que le volvió a dejar a sus pies, como si fuese algo habitual.

Ella cogió un fruto y lo degustó con placer: el azúcar le reanimó aún más. Se sentía en disposición incluso de iniciar una conversación en su precario inglés con aquel tendero, para agradecerle que su hijo le hubiera rescatado del caos del zoco y de sí misma. Antes de hacerlo decidió motivarse con otros dos dátiles más: no había terminado de masticarlos cuando apareció el paraguas rojo que tanto ansiaba ver unos minutos atrás acompañado del chiquillo y con sus compañeros de viaje detrás. El guía se acercó rápidamente.

- ¿Está bien? Estábamos tremendamente preocupados por usted. La estuvimos buscando, ¿sabe? Pero no es fácil con tanta gente. Menos mal que el niño nos avisó -se excusó a gran velocidad.

Ella asintió, mucho más calmada de lo que preveía estar. Al ver que estaba bien y que ni siquiera trataba de levantarse, el resto del grupo comenzó a curiosear entre los objetos que abarrotaban la tienda. En cuanto uno comenzó a regatear, el resto le siguió animado. El joven de bigote se transformó en un hábil negociador que no parecía desesperado por colocar su mercancía. Y eso aumentaba el precio.

Bueno, parece que sus compañeros ya han elegido donde quieren hacer sus compras, suspiró el guía en voz alta, viendo cómo se desvanecían sus potenciales ganacias del día, previstas en la tienda de un primo suyo situada solo una calle más alla. Ella sonrió, casi divertida por la situación, y reparó en cómo el crío envolvía los objetos vendidos a una velocidad vertiginosa. Rebuscó en su bolso la cartera. Ella no podía ser la única en no llevarse algún recuerdo: se habían ganado unos cuantos shekels.

Cuando se despidió, con una ornamentada y costosa narguila cuidadosamente envuelta bajo el brazo, el niño le regaló su primera sonrisa. Ella le respondió con un apresurado beso antes de decir adiós con un gesto. Una vez que los turistas habían abandonado el local, el padre miró al crío con orgullo y le cogió en volandas.

- Mi Hamudi, el niño de oro, ¡cada vez lo haces mejor! Lo de los dátiles ha sido brillante, muchacho. Aprendes rápido, nos vas a convertir en los más solicitados del zoco -le dijo revolviéndole el oscuro pelo para deleite del muchacho, que sonreía mostrando sus blanquísimos dientes.

Dos portones más allá, dos comerciantes mascullaban mirando fijamente al crío con rencor.

- Ya lo ha vuelto a hacer. El muy cabrón sí que sabe cómo hacer negocio.

Relato anterior de Mónica G. Prieto: La fantasía más esperada.

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