La fantasía más esperada

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Mónica G. Prieto

Ilustración: zoom_artbrush. / flickrcc.bluemountains.net

Mientras paseaba la mirada por el hall del hotel de cinco estrellas donde esperaba, temblaba de solo pensar cómo había organizado la cita. Las incontables llamadas, los contactos movidos, las dudas, las mentiras a su esposa, que ni siquiera podía adivinar allá en Londres a qué estaba dedicando su querido esposo las últimas gestiones de su viaje. De su arriesgado viaje a Beirut, la ciudad sinónimo de guerra civil, allá donde Hizbulá gobierna y donde las armas son un accesorio más de las casas junto a floreros y recargados juegos de té.

Si ella supiera lo que había encontrado... Discotecas de diseño donde beber al ritmo de los últimos éxitos de la música occidental, terrazas donde poder ligar a pie de piscina, playas de lujo, drogas y sobre todo mujeres, las mujeres más despampanantes que había visto en sus 39 años de vida.

Pronto había descubierto que las fascinantes libanesas, embutidas en trajes minúsculos, con pechos aumentados y rostros retocados por expertos bisturíes locales, no eran tan accesibles como parecía a simple vista. Mostraban mucho pero, a la hora de la verdad, la religión -cualquiera de las 18 que conviven en el país- les salía por los poros en forma de reparos monagescos, de absurdas miradas que ansiaban promesas en lugar de acción. Un extranjero era siempre un ejemplar válido en el Líbano donde los varones emigran en busca de un futuro mejor. Y no solo porque los hombres sean escasos: atrapar a un occidental equivale a un pasaporte que vale su precio en oro. La ansiada huída al primer mundo, aséptico y abúlico, con todas sus tiendas de moda y una estabilidad imposible de imaginar en El Líbano.

Pero cuando captaban que no había promesa posible más allá de la de unas horas de sexo, se desvanecían entre contoneos, subidas en sus tacones infinitos. Había decidido que no podía abandonar Beirut sin montárselo con una de sus mujeres. La mezcla cultural -mujer árabe, en muchos casos musulmana, de ojos oscuros y piel tostada y con ropa tan sugerente como cualquier occidental- llevaba días quitándole el sueño. Así que se había puesto en contacto con un diplomático de su embajada al que conocía desde hacía años, con quien compartía gustos y caprichos.

Cuando se lo contó, su amigo se río a carcajadas al principio, antes de sacar lentamente su teléfono móvil. "Yo no tardé las cinco semanas que has tardado tú", le dijo guiñándole un ojo. Turbado, se precipitó a teclear el teléfono que le dictaba el diplomático antes de cambiar de conversación. Pero lo cierto es que lo primero que hizo cuando salió del restaurante fue llamar a aquel número, explicar quién era y escuchar cómo se podía llevar a cabo su capricho.

Y allí estaba, a la espera de la prostituta más cara de su vida, en el hall de un hotel de lujo donde varias mujeres pululaban ajenas a la presencia del empresario. Había dos jóvenes con vaqueros ceñidos, uñas postizas y escotes de órdago. Se le secaba la boca al pensar en que pudiera ser alguna de ellas. Más allá, una mujer alta, con aspecto de empresaria, ojeaba un periódico en inglés mientras miraba con frecuencia a su alrededor. Traje de chaqueta entallado de color gris perla y altos tacones, una figura impresionante y un moño que presagiaba acción. Bebió un trago de agua mientras se mesaba los cabellos antes de girar la cabeza hacia el otro lado del amplio salón. Allí, una mujer con un vaporoso vestido veraniego escrutaba una vitrina con joyas. Si se fijaba mucho, veía cómo se le transparentaba la ropa interior.

Unas mesas más allá había una mujer envuelta en una abaya, la túnica negra con la que suelen vestir las chiíes y muchas mujeres del Golfo: pensó inmediatamente que formaba parte de la hornada de turistas árabes del verano. Y un poco más lejos, una mujer con pantalones cortos y camisa de seda le miraba y sonreía.

Quedó turbado. Era bonita, tenía un ondulado cabello oscuro y un cuerpo proporcionado que prometía algunas horas más de las que había contratado. Pero decidió no responder a la sonrisa, seguir al pie de la letra las instrucciones del hombre con quien había acordado la cita. Él había aceptado sus condiciones -tenía que ser libanesa y acudir a su hotel, no quería tener que callejear a bordo de un taxi en busca de placer sexual- y ahora debía responder del mismo modo. Había dejado el sobre con los mil dólares en la recepción con el nombre indicado garabateado en el exterior y había aguardado tres horas antes de acomodarse en el hall. Le habían dicho que ella le encontraría, que se dejara llevar, que no tomara la iniciativa y eso estaba haciendo.

Algo llamó la atención al fondo. La mujer de la abaya se levantaba y se dirigía hacia él. Sus rasgos eran serenos y atractivos, su rostro estaba maquillado, su cuerpo se deslizaba bajo la fantasmagórica abaya. El estuvo a punto de redirigir la mirada hacia la joven de los shorts cuando la chica se paró a su lado por unos segundos. Con una sonrisa abrió la túnica descubriendo un conjunto de lencería rojo y unas medias negras. Perdió la respiración por unos segundos antes de levantarse precipitadamente y seguirla hacia el ascensor. Sólo pudo pensar en que no podía haber empleado mejor su dinero.

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