Hay una frase de Torcuato Tasso en el Discorso del poema eroico al que Nicolás Poussin, en su definición de lo que debe ser la pintura, añade esta palabra, sustituyéndola por la de “poesía”. En todo lo demás el párrafo está calcado:
“La pintura no es otra cosa que la imitación de las acciones humanas, las cuales son propiamente acciones imitables; las demás no son imitables por sí mismas, mas por accidente y no como partes principales, mas como accesorios, y de esta guisa pueden imitarse no solamente las acciones de las bestias, mas aún todas las cosas naturales”.
Conviene retener esta definición de lo que es el arte porque no cuadra del todo con las realizaciones que se estaban llevando a cabo en Europa justo mediado el siglo XVII en el terreno del arte, el descubrimiento del paisaje como valor en sí mismo, por ejemplo, y que tenían como foco principal de tales innovaciones a la ciudad de Roma, donde se encontraba Poussin precisamente por aquellas fechas, de 1643 en adelante, comprando mármoles antiguos para sus amigos Chantelou y Cassiano del Pozo y empapándose de los debates en torno al arte que en Roma bullían sin cesar, sobre todo en torno al círculo de los Barberini, de los que Poussin formó parte.
Esta nueva manera de ver las cosas, lo que luego se llamó la mirada del barroco en nuestras cátedras de historia del arte, es captada de manera excelente en la exposición que desde el día 1 de julio y hasta el 25 de septiembre acoge el Museo del Prado bajo el título, Roma, naturaleza e ideal, y que junto a la retrospectiva de Antonio López en el Museo Tyssen, pasa por ser la exposición del verano en la capital. Esta muestra ya estuvo en su momento en el Gran Palais parisino, el Museo del Lovre ha colaborado en buen modo en la consecución feliz del proyecto, donde ha tenido un gran éxito debido a lo atinado de los nombres de los pintores que se exponen y la justa y larga labor que los comisarios de la muestra, cinco expertos en este período han llevado a cabo, y su paso por Madrid pretende ser sonado. Baste citar algunos de los nombres de los artistas que se exponen para eximirnos de cualquier elogio, por innecesario. Claudio Lorena, Carracci, Jan Brueghel, NicolásPoussin, Gaspar Duguet, Domenichino, Gentileschi, Goffredo Wals y, por supuesto, Velázquez, representado por su Vista del jardín de la Villa Médici en Roma, un pequeño cuadro que significa la muestra más excelente y acabada del nuevo género nacido y, a la vez, lo trasciende. Aquí jugamos con ventaja. Nadie pudo seguirle por la vía que abrió con este cuadro porque nadie le igualó en talento.
Gabriele Finaldi, uno de los comisarios de la muestra, recalcó en la presentación de la exposición que la ciudad del Papado en aquel entonces era el lugar donde confluían todos los artistas de Europa y que “entre 1600 y 1650, Roma es el escenario de una nueva manera de ver, concebir y pintar el paisaje”. Mirando los cuadros expuestos el espectador se hace una idea cabal de los alcances del movimiento, 18 de los 24 pintores con los que cuenta la muestra no son italianos, representándose por vez primera los alcances de una revolución estética de alcance global, como se diría ahora, ya que el género llegó hasta América, fomentado una nueva sensibilidad que se aprovechará cuando, más tarde, el gesto romántico produzca una nueva sensibilidad para abordar el paisaje.
[youtube width="609" height="356"]http://www.youtube.com/watch?v=jmZ-VEJN0XE[/youtube]
Pero no nos adelantemos. Lo que la muestra revela es el paisaje como gusto, no como presencia al margen del hombre. Eso vendrá después. Existe una recreación en el nuevo modo de enfocar la mirada del hombre en su entorno de incidencia sensual, algo nada raro en el Barroco, donde el alcance a que pueden dar lugar los sentidos es un campo de experimentación de resultados excelentes, y ahora se suele pintar la figura humana casi sin que se la perciba, siendo el espectador el que tiene que hacer un esfuerzo para situarla dentro del cuadro. En Ulises devuelve Criseida a su padre, de Claudio de Lorena, las figuras humanas apenas son discernibles en sus caracteres, actuando casi como comparsas de una teatralización del paisaje de proporciones gigantescas. El Barroco es la expresión del hombre moderno pero, ya lo vimos en la carta de Poussin, aún podría copiarse una frase de Tasso sin que la concepción de lo que era el arte cambiara en absoluto desde el Renacimiento. La revolución es una revolución en el acento, dejando aparte la sustancia. Eso en cuanto a Poussin y la mayoría de los pintores expuestos. Hay excepciones, sin duda.
Desde luego Velázquez, ya lo dijimos. Su cuadro sobre la Villa Médicis es un misterio. Dota al paisaje de una inquietud de dimensiones desconocidas hasta entonces, trascendiendo ese “laboratorio de experimentación” que era la Roma de la época, en palabras del director del Prado, Miguel Zuzaga, y lanzándonos de pleno a una sensibilidad que encontraremos casi dos siglos después. También Goffredo Wals, un pintor desconocido para el gran público y del que en esta exposición se reúnen algunos cuadros de pequeño formato, tal Casa en un camino donde la exactitud del detalle adelanta otros tiempos, adentrándonos en un no buscado pero sí hallado atisbo de costumbrismo, muy lejos en el fondo de la sensibilidad artificiosa, forzada y hecha de claroscuros de la mirada barroca. Bien puede decirse que esta exposición, por la diversidad de autores como por la calidad de los cuadros expuestos, es una lección excepcional de pintura.
Esa nueva manera de mirar las cosas naturales, ese nacimiento de un género, ese gozo casi manierista por dar cuenta de unos nuevos hallazgos, no hubiese sido posible sin los encargos concretos de reyes y mecenas. En 1633, Felipe IV quiere decorar el Palacio del Buen Retiro. Las proporciones de ese entorno, a veces descomunales, hacen que, por ejemplo, pintores como Claudio de Lorena, se planteen formatos que hasta entonces no habían sido usados: formatos verticales que fuera del entorno para el que se hicieron parecen extravagancias casi caprichosas, azarosas, o, por el contrario, de vistas panorámicas que envuelven al espectador en frondas y marinas estudiadas en sus efectos más nimios hasta la exasperación.
Espíritu decorativo, sí, gusto por la mezcla de géneros, también. En el Barroco cabe todo, al modo de un cajón de sastre donde se hallan todas las cosas de este mundo. Lo épico se roza con lo costumbrista, la teatralización del mundo con el detalle de lo cotidiano, la escena histórica con lugares imposibles que nunca existieron. Todo ello, esas vistas de Foro romano casi cubierto por la maleza y la arena, mueve a la melancolía. Aún no está abierta del todo, está domeñada, habrá que esperar a otro tipo de mirada, la romántica, para que se manifieste del todo… Ya lo dijimos antes. Toda una lección de pintura.