Jorge Semprún, el exilio y el reino

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Jorge Semprún, en la Feria del Libro de Montpellier, en mayo de 2009. / Dinkley (Wikimedia Commons)

Entrevisté a Jorge Semprún allá por el año 86 con motivo de la publicación de su novela La montaña blanca. De él había leído El largo viaje, una narración que quizá debido a mi juventud sobrevaloré en su momento, y La segunda muerte de Ramón Mercader, que me interesó porque estaba escrita con un cabal conocimiento sobre aquello de lo que hablaba, los intríngulis brutales, deshonestos, heroicos, generosos, de los comunistas a lo largo de la década ominosa y la guerra mundial. En realidad esa fue en gran parte la especialidad de Semprún, también su obsesión, y gracias quizá al intenso ambiente cultural del París de la posguerra su visión del mundo se abrió hacia horizontes más amplios, menos incisivos, menos asfixiantes. Desde luego lo que le marcó decisivamente fue su experiencia en el campo de concentración de Buchenwald, y ello hasta tal punto de que bien puede dividirse aquella generación, me refiero a la conformación de un imaginario sentimental, entre los que tuvieron experiencia de un campo de concentración y los que no. No es momento aquí de referirse a ello, El largo viaje, novela que me sigue pareciendo de lo mejor salido de su pluma habla de ello casi de modo exhaustivo, pero Buchenwald fue la experiencia que marcó su destino, incluso la del éxito: fue recibido como un héroe en París tras su liberación y allí fijó su residencia.

Y digo que marcó su destino porque hasta entonces Semprún, hijo de una muy buena familia española de clase alta, emparentada con Antonio Maura y los marqueses de Casa-Pombo y los de Cabarrús, había recibido una educación proclive al estudio de la filosofía alemana. Al estar su padre destinado como embajador en La Haya, la familia se traslada a  París y Jorge Semprún inicia estudios de filosofía en la Sorbona hasta que sobreviene la guerra e ingresa en la Resistencia afiliándose en el Partido Comunista en el año 42. París, desde entonces, se convertirá en la ciudad elegida, la ciudad donde se establecerá hasta su muerte acaecida ayer, será en gran parte el centro desde donde irradiará todo un conglomerado, al modo de una tela de araña, de referencias culturales y humanas, también políticas, a qué dudarlo.  Todo esto está en su obra.

En aquella entrevista me di cuenta de que la conformación mental de Semprún, su imaginario cultural, su formación íntima, su manera de relacionarse con el entorno, no tenía nada de española. Era en realidad un escritor francés que amaba sobremanera nuestro país, que se consideraba en su propia casa en esta tierra, pero hubo siempre una distancia con respecto a ella en cuanto se revelaba lo más profundo de nuestro inconsciente. No me extrañan, pues, los roces habidos con Alfonso Guerra cuando Felipe González le nombró Ministro de Cultura en el año 88 y que contó en Federico Sánchez se despide de ustedes. Fue un enfrentamiento de sensibilidades, de maneras radicales de enfrentarse con el mundo y las cosas, con las cosas de este mundo. Luego, más tarde, mantuve alguna relación siempre por cuestiones literarias, creo que con motivo de la publicación de Veinte años y un día, un libro bello y extrañamente melancólico sobre la España de los años sesenta y la clandestinidad, su mundo en definitiva, y me confirmé en esas apreciaciones: igual que su destino había sido conformado por su ingreso en el Partido Comunista y su paso por Buchenwald, su sensibilidad creadora estaba delimitada por los años de la experiencia de la izquierda comunista en Francia y la influencia cultural que ejercía el marxismo en aquel entonces. En cierto modo fue un correlato literario de lo que representó Ives Montand en el mundo del cine y no es de extrañar que escribiera una biografía, Montand, la vie continue, sobre el hombre que ante todo fue un gran amigo suyo, y que, de paso, escribiera guiones tan señalados, entre muchos otros, como Z, y  La confesión, ambas de Costa Gavras o Stavinsky, de Alain Resnais.

Hoy día, después de la caída del Telón de Acero y la desaparición de la URSS es muy difícil para alguien que no lo haya vivido entender la importancia enorme, suprema, que representaba el marxismo en el mundo cultural, una importancia que asombra cuando se echa una mirada retrospectiva y se compara con la actual donde parece haber desaparecido sin dejar huella, rastro alguno. En la obra de Jorge Semprún, testigo privilegiado de una época, asistimos a los debates contradictorios de una izquierda que, aún manteniendo su prestigio, no sabía que tenía los días contados. Duele saberlo después de tantos años, pero cuestiones sangrantes, peliagudas, como las relaciones con personajes como Ceaucescu, como la integración con ciertos aspectos del liberalismo occidental que propugnaba el eurocomunismo, las relaciones cainitas entre los miembros de un poder totalitario que se sentía decaer pero que mantenía un prestigio de puertas afuera… todo esto, que fue parte del mundo vivido y descrito por Jorge Semprún, ha sido barrido de un plumazo por el viento de los tiempos. Como si al recordarlo abriéramos la puerta a un mundo de fantasmas.

Es el momento, a las pocas horas del fallecimiento de Jorge Semprún, de hacer memoria de unos tiempos de los que fue un testigo privilegiado, aunque sólo sea por saber que la conformación actual del mundo tiene unos precedentes en aquellos años y que personas como él contribuyeron en gran medida a que así fuera. No hay más que recordar el papel que tuvo en aquel Congreso de Intelectuales que tuvo lugar en Valencia en el año 89, rememorando el cincuentenario de aquel que se celebró en ese misma ciudad en el año fatídico del 39: allí se dieron las claves para la regeneración de la socialdemocracia en España. El que luego tomara rumbos erráticos es ya otra cosa.

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