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Uno de los síntomas más agudos y claros de que algo está cambiando en nuestro panorama cultural, lo ofrecen los traductores, nuestros traductores, que poco a poco están consiguiendo en cualquier foro internacional el interés que se merecen desde hace años.
Lejos están ya los tiempos en que, ocultos tras el miedo a las represalias, un gran ramillete de intelectuales no afectos al régimen, como se decía, paliaban su miseria y su silencio traduciendo del francés las más de las veces obras clásicas y modernas de reputados nombres internacionales mientras sus contratantes, empresarios que se movían en una picaresca entre graciosa y delictiva, abusaban de la cosa hasta la extenuación. Eran tiempos duros y de reputaciones oscuras y, sobre todo, de malentendidos. Así que la mayoría de aquellas traducciones fueron rechazadas con el tiempo por gentes cuyo conocimiento del idioma del que hablaban era, cuanto menos, dudoso, pero que así se revestían de un prestigio de entendidos en cuyos argumentos existían razones de cierto peso pero cuyos resultados fueron perversos y demoledores. Uno de aquellos resultados es el claro desprecio con que, aún hoy día, el mundillo cultural español trata el asunto de las traducciones cuando, esto es obvio, el único vehículo de transmisión de la cultura foránea es la traducción, pero como en el cuento oriental de los altramuces, que muchos de los que se lamentaban no solían mirar a los que venían detrás que, simplemente se comían las cáscaras de los anteriores, entre estos marginados se encontraban los más parias, los traductores del ruso, interesados por una lengua y una cultura que podían infectar de comunismo la reserva espiritual de la cultura occidental en que se había convertido nuestro solar patrio en el imaginario de los más taimados del régimen, Tamaña importancia histórica les relegó al anonimato y a la sospecha continua y ni siquiera la moda con que en Occidente logró tener la literatura rusa en los tiempos de la perestroika y las reformas de Gorbachov, una moda que ya venía anunciada por fenómenos como el éxito de Doctor Zhivago o la obra de Alexander Solzhenitsyn, logró hacer destacar la labor callada, militante, de muchos de aquellos que hoy día se conocen por otros motivos o por el silencio que otorga la muerte. Pongo por caso dos nombres, Juan Eduardo Zúñiga, gran estudioso de la literatura rusa convertido a una edad provecta en autor de culto, y Lidia Kúper de Velasco, a la que cito aquí por su reciente fallecimiento.
Viene esto a cuento porque hace unos días asistí en la Embajada rusa a la ceremonia de entrega de los premios de Traducción de literatura rusa al español que otorgan la Fundación Boris Yeltsin y la Fundación Pushkin por segundo año consecutivo y que se encuadraba dentro de los actos culturales del año dual programados entre los gobiernos español y ruso. La velada transcurrió divertida, muy rusa, con profusión de cantos y arrebatos de carácter, acordes de guitarra de viejas canciones populares y voces gustosas de soprano que interpretaban arias de Tchaikovski, pero sobre todo fue emocionante porque asistí al reconocimiento por parte de unas instituciones oficiales a la labor discreta que toda traducción de una obra literaria conlleva. Había cierto gusto de revancha en ver a traductores y editores compartir premios en una labor muy alejada de lo que da brillo a las embajadas de los estados, es decir, los espectáculos y las artes plásticas. Fernando Otero fue el traductor galardonado este año ex-aequo por su versión de la obra de Nikolai Leskov, un autor clásico prácticamente desconocido en España, El peregrino encantado, junto a Yulia Dobrovolskaia y José María Muñoz Rovira por su trabajo sobre El día del oprichnik, de Vladimir Sorokin.
Este ha sido el segundo año en que se han concedido estos premios y llevan la impronta, la voluntad de una continuidad que, espero, no deje atrás el ímpetu y, sobre todo, el rigor intelectual del que ha hecho hasta ahora gala a la hora de otorgar excelencias a traducciones de una lengua complicada y sutil como pocas. El traductor es un portador de cultura, nos dijeron los diversos portavoces de las instituciones, tanto rusas como españolas. Así sea, murmuramos por lo bajo unos cuantos acompañados de Ricardo San Vicente, el gran especialista en literatura rusa y gran traductor, contento de lo que se decía allí. Se le notaba feliz por el reconocimiento a una labor despreciada durante años. Había visto de todo.