Desde casi el principio de la travesía dolorosa que padecen los japoneses tras el terremoto y tsunami del pasado 11 de marzo, una cosa no ha dejado de sorprenderme: su actitud estoica cuando, una vez escapados del horror, se organizan en colas para ser atendidos o para procurarse una vela en algún comercio que siga en pie con que iluminar esa noche su mesa. No culpan a nadie, no se lamentan de nada, no se rasgan las vestiduras delante del público televisivo para mostrar así su gran dolor. Como si nada hubiera pasado por fuera; por dentro, el alma devastada.
Como ocurre en la práctica del yoga, las asanas dan idea al observador ingenuo de cierta estabilidad, una gran quietud, como si de una gimnasia estática se tratara, bellas posturas, en ocasiones. Sin embargo, la fuerza del yoga consiste en la movilidad interna, cómo músculos, huesos, nervios, mente, torrente sanguíneo y, sobre todo, la respiración, el aire que baña todo el cuerpo, se unen –yoga es unión- para preparar la transformación, casi imperceptible desde fuera, de la persona. Como todo lo importante en la vida, esto toma su tiempo. Quizá el tiempo que se ha tomado Japón para llegar a esta actitud budista, aunque ellos sean mayoritariamente sintoístas. Quizá desde niños, los japoneses conozcan la impermanencia de las cosas y los seres vivos, el cambiante aspecto del mundo, cómo el paso del tiempo -que arrasa, aniquila, hunde, fulmina- nos cambia a nosotros mismos de modo que podemos llegar a no reconocernos cuando viejos.
El gobierno japonés ya ha informado de que la central nuclear de Fukushima no volverá a funcionar, será clausurada para siempre. Había oído que esa central proporcionaba el 40 por ciento de la energía del país, de modo que algo tendrá que hacer para conseguir toda esa fuerza. Metafóricamente hablando, la fuerza que necesita un pueblo sobre el que se ciernen tantas desgracias –terremotos, tsunamis, bombas enemigas, erupciones volcánicas, etc- suele encontrar refugio en el arte y la literatura. Así que he buscado en mi desordenada biblioteca, sacudida por diversas mudanzas, un libro de Kamo no Chomei, el poeta ensayista a quien comparan con Montaigne, sólo que aquél fue unos siglos anterior.
En Un relato desde mi choza, (Hiperion, 1998), el japonés que se hizo monje budista en tiempos en que imperaba el sintoísmo, escribió sus reflexiones sobre los desastres naturales y los otros, y de cómo estos invitados a los que no se espera, trastocan los planes de los hombres que debieran aprovechar esa oportunidad que les brindan las catástrofes para “meditar sobre la vanidad e insignificancia del mundo”. Chomei tenía diez años cuando sucedió el terremoto de 1185, de gran intensidad, y de sus recuerdos escribe cuando, treinta años después, se aparta a una ermita que él mismo construyó, hasta el final de su vida. El caso es que la descripción que hace de aquel terremoto tan lejano supera en contundencia a las imágenes que siguen dando las televisiones. “Las montañas se desmigajaron, los ríos se enterraron, el mar se volcó sobre la tierra y la inundó, la tierra se partió y el agua lo cubrió todo. Botes arrojados fuera de las orillas, el ruido de las casas sacudiéndose como el de un trueno interminable; los que estaban en sus casas corrieron fuera sólo para toparse con otro resquebrajamiento de la tierra… No pudieron cobijarse hacia el cielo, no tenían alas; no pudieron trepar a las nubes, no eran dragones. De las cosas más espeluznantes del mundo ninguna lo es tanto como un terremoto”.
Como buen budista Chomei procuró aprender a no desear nada pues nada nos pertenece en realidad y el deseo, por tanto, sólo conduce al dolor y a la muerte. En su libro, no queda claro que tuviera éxito el buen monje en esta empresa, pero los presupuestos que le empujaban a intentarlo, sí: “El mundo es una casa incendiada y es así porque es un mundo frágil y lo es cada vez más por la avaricia y maldad humanas, y el deseo. La forma de tratar con él es doblegar el deseo, si no suprimirlo por entero.” Las palabras de este ermitaño vienen bien para tratar de entender mejor la aguerrida intervención de las llamadas potencias occidentales en Libia, so pretexto de defender los derechos humanos de los libios. El deseo cabalga como el más temible de los jinetes del Apocalipsis. Y lleva así desde el comienzo de los tiempos sin que parezca que hayamos progresado demasiado a estas alturas del siglo XXI. Si la naturaleza necesita ayudantes siempre estará la naturaleza humana para echar una mano.
Interesante la conexión que haces entre el yoga y esa apariencia estoica.
Por ese deseo desmedido del ser humano, la tierra pasa factura
Tokio, es como el pais al que sirve de centro,una ciudad en transformación; de lo que fué y de lo que es,apenas puede columbrarse lo que será.
Una ciudad japonesa cambia sin cesar por la acción del elemento destructor que tantos estragos causa en el pais, Barrios enteros desaparecen en instantes destruidos por las llamas y al reponerse casi instantaneamente no es raro que cambie de aspecto…….
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