La niña carta

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Joaquín Mayordomo *

Está sentada en el suelo y leyendo. Tan absorta y ajena a lo que sucede a su alrededor, que ni un cataclismo que ocurra en el mundo podría apartarla de su libro. Ni se mueve...

Aunque llevo ya un rato mirándola, no he observado el mínimo gesto en ella, algo que indique que vaya a levantar la vista del libro que sostiene abierto en sus manos; sólo lee. La niña lee con la espalda apoyada en el poste que sostiene el buzón de correos amarillo mientras mantiene las piernas cruzadas en la posición de loto. No se ve a nadie a su alrededor. El lugar no es más que un punto donde se ensancha el arcén al borde de una carretera local, en la bahía del pequeño pueblo de Neils Harbour, en el territorio de Cape Bretón, muy al norte ya de las tierras altas de Nueva Escocia, en Canadá. Un punto, como se podrá imaginar, imperceptible en un mapa que no sea local.

La escena sucede cuando se escapa la tarde; en el momento justo en el que el sol acelera, veloz, hacia las colinas que perfilan poniente. Pero esta niña ignora la puesta de sol; no parece importarle que se agote la luz. Ignora a ese sol que agoniza y lee, concentrada y ausente, como si no le preocupase la oscuridad que la acecha.

De vez en cuando pasa algún coche por la carretera —muy de vez en cuando—, pero la niña no levanta la vista del libro, ni siquiera para mirar distraída a la mancha fugaz de color y de ruido que igual que aparece se aleja: veloz. Nada parece interesarle a esta criatura irreal más allá de esas páginas en las que saborea los tesoros que guarda su libro. Como si todo lo que ocurre en este momento, o fuera a ocurrir en lo que queda de esta tarde de agosto, careciese de sentido para ella. Como si el estrépito de los automóviles que esporádicamente se acercan y pasan, o el canto caprichoso de los pájaros, o la luz diluida entre los árboles, o el mar que tiene enfrente, o los abetos que visten la playa y envuelven, un poco más allá, las casas dispersas, no existiesen para ella. Nada. Nada tiene sentido en el mundo esta tarde para esta aparición en forma de niña; nada que no esté escrito en su libro. Nada será en este instante capaz de apartarla de su lectura apasionada y feliz.

Aparenta unos diez años, quizá alguno menos. Y viste informal y sencilla; “de verano”. Con un pantalón corto blanco, unas sandalias de piel y una camiseta azul que se tiñe, caprichosamente, en los hombros con una flor que resbala hacia el pecho. El cabello, rubio y largo, lo lleva recogido en una coleta, sin otros adornos. ¿Qué hace esta niña aquí, aquí a estas horas, en un lugar cómo éste, perdido en la nada? Se me ocurre que podría estar esperando a sus padres; tal vez a su madre sola; a algún familiar, quizá, que pasará a recogerla para emprender un viaje. Mas no hay equipajes, ni un pequeño bolso siquiera, ni una maleta, nada; nada que indique que vaya a viajar. Tampoco hay paquetes ni objetos de los que se deduzca que vaya a marcharse de este lugar, para el que la imaginación del viajero empieza a rumiar algún cuento.

Ya hace un buen rato que me he detenido a mirarla. La contemplo encandilado y absorto. Lo hago de lejos para no molestar su quietud, aunque no puedo apartar la vista de ella. Desde el instante en el que la descubrí, unos cien metros por delante en la dirección que llevaba hacia el B & B en el que preveía pernoctar, no he dejado de inventarme historias sobre esta pequeña ¿real o irreal? que, como una aparición milagrosa, se ha cruzado en mi destino. En todo este tiempo, ella, la niña que lee, ni siquiera ha alzado la vista una sola vez de su libro; ni siquiera para confirmar (u otear) la sospecha de que alguien pudiera estar observándola.

Por fin el viajero se ha sentado también, cómodamente en un tronco. Lo ha hecho a una distancia prudente, a una decena de metros de la carretera, oculto en el bosque, para ver sin ser visto y no interrumpir la quietud. No alberga otro interés ni objetivo que desentrañar el misterio que encierra este juego. El misterio de lo que ha calificado ya como “el caso del encuentro con la niña lectora”. No tiene prisa el viajero; ninguna prisa. Se dispone a esperar... Y a imaginar.

Podría ser un ser de otro mundo, un hada de esas que habitan los bosques canadienses. O podría ser también una simple alucinación mía —piensa él de sí mismo, mientras se mesa la barba y atusa el cabello, tratando de ordenar las ideas—. ¿Por qué no? Lleva demasiado tiempo solo, sin hablar con nadie y la mente tiene estas cosas: que a veces se enreda en fantasías y en mil juegos, en realidades que no son verdad.

Quizá sea una estatua, se pellizca ahora, tratando de entender lo que ocurre, al tiempo que se lía cada vez más. Una estatua que alguien que amaba los libros en otro tiempo, antes de que fueran sustituidos por el libro electrónico, levantó al borde de este camino para dejar testimonio de la que fue su mayor afición. Ese alguien pudo haber sido también escultor y, habiendo huido del mundo y llegado hasta este lugar con un camión de volúmenes, entregó sus últimos días al proyecto de esculpir esta estatua perfecta, que no es más que un simple relámpago, un fulgor en medio de la nada, expresión fidedigna de la que fue su pasión. ¡Y ahora he tenido yo que encontrármela en este peregrinar canadiense que llevo!, se dice, tratando de relajarse y de vencer el deseo de acercarse y ponerle fin al extraño suceso.

Empieza a comportarse extrañamente también, el viajero, como se ve. Sus pensamientos extravagantes y sus confusas ideas no son más que una madeja enredada de incoherencias. Tantos días vagando por esos caminos solitarios, atrapado siempre entre lagos y bosques, sin apenas ver gente, puede haberle afectado. Viajar tiene estas cosas: uno se atreve a inventarse la vida y el mundo cada día; y algunas jornadas más tarde, entregado ya a la creación, suele tenderse a confundir la realidad con los sueños. Viajar es siempre como flotar en el aire, ¿no es cierto? Pero, ¿no es cierto, también, que está en una carretera local, a las afueras de Neils Harbour, al norte de Nueva Escocia, y tiene ante sí una niña leyendo? ¡Esto nadie puede negarlo! No lo está inventando; ni soñando. ¡Miradla...! ¡Miradla, está ahí! ¡Y lleva casi una hora sin levantar la cabeza del libro! ¡La está viendo! De eso no hay duda. ¡Está ahí!, insiste, ya hablando solo, mientras, sin saber qué hacer ni qué más imaginar para resolver el enigma, trata de encontrar un resquicio por el que escapar de este lío, casi ya pesadilla. Además, la noche se acerca, la luz escasea; la niña dorada se apaga...

¡Ah!, se le ocurre, de pronto, al confundido inventor de misterios, quizá sea una niña-carta. ¡Eso es, una niña-carta! ¡Una niña-carta! ¡Qué invento! Es la niña, hija única, que la madre le envía hoy al padre para informarle que existe el pasado, ¡por fin, por fin!, y le narre aquella aventura en una tormenta. Eso es, eso es... continúa elucubrando. Eso es... La madre y el padre se conocieron... Quizá hace diez años, cuando el barco pesquero en el que el padre era oficial tuvo que refugiarse en Neils Harbour para escapar de la tempestad que azotaba esos días el Golfo del Río San Lorenzo. Y ahora la amante olvidada envía a la hija a que le recuerde a su padre aquella aventura...

De aquel encuentro casual nació esta niña que yo ahora contemplo ahí, apoyada en esa estafeta, y que, si estoy en lo cierto, en cualquier momento, vendrá a recoger el cartero para que, vía Servicio Postal Canadiense, el padre reciba el regalo. ¡A ella! ¡La niña-carta! Y ésta le cuente, como si fuese un presente animado (¡el mejor de los presentes!), ¡cómo si fuese la más hermosa misiva amorosa!, qué fue de su madre y qué del amor que ambos juraron y se prometieron eterno en aquella noche de truenos...

¡Uf!, demasiado enrevesado este cuento para ser cierto, se atreve ahora a pensar el viajero. Pero, ¡qué demonios! ¿Qué hace esta niña ahí sentada, entonces? O sea, que la niña viaja, hoy mismo, a Vancouver, en un recorrido de más de seis mil kilómetros, para ser ella la carta de amor más maravillosa que jamás se haya escrito. ¡Que bonito!

Sí, por qué no, podría ser esta niña un niña-carta... ¿Y si no, qué hace sentada ahí, junto al buzón de correos?, otra vez se pregunta, mientras trata de hilvanar y ordenar coherentemente ese pensamiento que le martillea una y cien veces pues piensa que, por ahora, es la solución más cabal para el enredo en el que desde hace hora y media anda metido. Entonces, la niña va a contarle a su padre... vuelve a repetir. Ya, es como si se tratase de una misiva (“un memorándum de carne y hueso, con matasellos genético”, jejeje) escrita a lo largo de diez años. Una niña-carta que llega para contarle a su padre cómo le ha ido a su madre, a ella misma, y qué han soñado y pensado en todo ese tiempo de aquel padre que jamás conoció.

No le parece mal esta solución al viajero para su misterio. Tampoco se le escapa que es, más bien, rebuscada y poco probable. Aún así persiste en su cuento y confía en que aparezca el cartero... Claro que, bien pensado, existen hoy mil artilugios, todos más sencillos, que el de enviar a una hija para comunicarse como si fuera un paquete. Podría haber utilizado la madre, por ejemplo, Interrnet, Skype, Facebook, Twitter, y tantas otras fórmulas como se conocen para la comunicación instantánea, sin necesidad de recurrir a empaquetar a la hija.

A estas alturas, no cabe duda que el soñador desvaría. Su mirada fija en la estatua lectora, en la niña-carta o en lo que sea, es como ese objetivo fotográfico que alimenta la mente con imágenes y ésta, confundida por tan extraordinarias visones, y perdida, en este caso, en la inmensidad canadiense, no tiene otra opción que enloquecer.

No, no, esto no tiene sentido. Mejor dejarlo correr; no adelantemos acontecimientos, pues... Lo más probable es que la niña esté esperando a alguien y mientras tanto pasa el rato leyendo. ¡Pero es que no ha movido ni un dedo en todo este tiempo! ¡A ver si va a ser esa estatua...! ¡O un hada...!

Y en estas estaba cuando una furgoneta pintada con los colores y anagrama del Servicio Postal Canadiense se detiene ante la estafeta de correos. Por la puerta del conductor, al abrirse, sale un hombre joven vestido con el uniforme de la compañía. ¡El viajero abre los ojos todo lo que puede! Luego, el cartero, o quien sea, se acerca decidido a la parte de atrás del furgón, abre ambas puertas, saca una carretilla y después una caja de grandes dimensiones en forma de cubo. Acto seguido se acerca a la niña por detrás, la levanta cogiéndola firme por la cintura, y la introduce en la caja por un lateral, tras abrir previamente una especie de trampilla. Cierra la caja, toma la carretilla y, haciendo palanca, introduce la paleta de la carretilla debajo de la caja, la eleva y la transporta hasta la furgoneta donde la sube con cierta dificultad.

Todo ocurre tan rápido que el viajero, a pesar de que tiene los ojos abiertos como dos soles da agosto en pleno mediodía, no puede afirmar hoy si vio a la niña moverse, si ésta estiraba las piernas, si cerraba el libro o, si como también suponía, la niña no era más que una estatua... ¡Nada! ¡Nada de nada! No observó nada, insiste, que pudiera ayudarle a desentrañar con coherencia el misterio. Así que, cuando quiso percatarse, la furgoneta ya se había ido... Y desde luego, dice, allí ya no estaba la niña...

Tras pasar algunos minutos perdido en su sueño sin poder reaccionar, recuerda que se acercó a aquel buzón amarillo junto al que durante más de una hora había estado apoyada una niña leyendo. Allí estaba la huella caliente... La hierba aplastada; de esto no tenía duda. Pero nada más. Luego rebuscó con cuidado entre el césped crecido, olfateó como un perfecto y obstinado sabueso en el suelo, ante el temor a enloquecer, y, sólo cuando descubrió un separador de páginas con una dirección comercial y el dibujo de un hada, sonrió otra vez.

Entonces cogió su macuto y se encaminó al hotel.

(*) Joaquín Mayordomo (Villares de Yeltes, Salamanca, 1954) Periodista y escritor. Su última obra publicada es Conversaciones en Tánger (Fundación Tres Culturas, 2009). Es autor del blog 'A tu salud' de cuartopoder.es.

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