Llevamos varias semanas en que se oye hablar de los clásicos rusos. La razón –aunque habrá varias, supongo– es que el patriarca Tólstoi tiene aniversario: murió en 1910, en dos fechas con siete días de diferencia, según se vea en el calendario gregoriano o en el juliano. Tólstoi es la historia de la Santa Rusia y, de paso, de buena parte de los protagonistas de la Europa belicosa del siglo XIX.
Pero es que, además, Yevgueni Yevtushenko (yo siempre había dicho Evgeni Evtuchenko) ha abierto un museo propio cerca de Moscú, en Peredélkino, un lugar trufado de nombres literarios. Un museo en el que se recogen cuadros regalados por sus amigos Braque, Cocteau, Ernst, Siqueiros… Cuenta Rodrigo Fernández, desde Moscú, que Picasso se quedó de piedra cuando el poeta georgiano rechazó un cuadro que le ofrecía como regalo, con el argumento de que no podía aceptarlo “porque no me gustan tus cuadros”. Es una anécdota muy creíble si se ha conocido de cerca al ruso, un hombre capaz de las más tremendas sinceridades. También un hombre cálido y desprendido.
La primera vez que supe de Yevtushenko fue en el 68, cuando una amiga me pasó el libro Entre la ciudad sí y la ciudad no, publicado por Alianza Editorial. Hace tiempo que ese ejemplar de portada oscura, desgastado por el uso, ha desaparecido de mis estantes, pero recuerdo bien un trozo de un poema:
Duerme amor,
Vivimos en un mundo que vuela enloquecido y amenaza estallar
Y es necesario abrazarse para no caer en él
Y, si hay que caer,
Caigamos abrazados.
La primera y última vez que le vi fue en una cena en petit comité con el editor Mario Muchnik y su traductora al español, Helena S. Kriúkova, y la ausencia triste del co-traductor Vicente Cazcarra, persona extraordinaria que había fallecido hacía poco, en 1998. La enorme humanidad del poeta acabó con unas cuantas botellas de tinto Pesquera, que él adora, y una conversación inagotable y privilegiada.
Pero, yo a lo que iba era a los rusos antiguos, cuando se me cruzó Yevtushenko con su arrebatadora fuerza. Y de los rusos antiguos sabe y escribe Juan Eduardo Zúñiga, que reúne en un precioso libro, Desde los bosques nevados. Memoria de escritores rusos (Círculo de Lectores, 2010), dos trabajos ya publicados pero que ahora quedan enriquecidos por el escritor y eslavista en un recuento magistral de los rusos blancos (y algún rojo) que han forjado el imaginario adolescente y juvenil de quien escribe esto que usted, amable lector, tiene a bien leer.
El relato de Zúñiga comparte la belleza y la pasión de las páginas más emocionantes de los buenos rusos. Divide el libro en dos partes: El anillo de Pushkin y Las inciertas pasiones de Iván Turguénev. En la primera parte, plantea la esencia del misterio y la creatividad de los grandes escritores rusos partiendo de la peripecia de un anillo que le regaló su amante tras una noche amorosa, un anillo quizás con el poder sobrenatural de tocar con la gracia al mejor poeta del alma rusa.
Zúñiga confiesa desde el principio que este libro surge del apasionamiento de sus lecturas juveniles que le empujaron a hacerse eslavista, a estudiar incansablemente esta región de campos brumosos, de aldeas perdidas, de pequeñas ciudades mortecinas, un tiempo y un paisaje ya desaparecidos, que supieron contar de manera genial Turguénev, Tólstoi, Chéjov, Pushkin y muchos otros. A Zúñiga le resulta imperioso recogerlo y servirlo en bandeja, presentado de forma exquisita, para alegría de sus lectores.
En el romanticismo ruso descrito en las mejores páginas que trae Zúñiga en este libro, la “honda tristeza” sobrevuela la vida de aquella Rusia legendaria, “la tristeza invadía las almas, los corazones se llenaban de nostalgia”... Habla también de “ilusiones inalcanzables”.
Magnífico el relato de la estatua en San Petersburgo de Pedro I, el terrible zar. Alegoría de los sentimientos encontrados de la Rusia que quiere ser europea y de la que sigue huyendo del yugo de hierro. Como cuando se ocupa de Andréyev, el escritor tenebroso que pretendió describir su propio destino: “Cuando sufre el alma de un gran pueblo, toda la vida está perturbada, los espíritus vivos se agitan y los que tienen un noble corazón inmaculado marchan al sacrificio”.
Fatalidad del ser ruso.
Muchos de estos rusos tuvieron que elegir el exilio, el destierro de su casa materna; así, Turguénev, faro y guía que ilustra otras vidas similares. Por eso lo elige Zúñiga. Por eso y por un amor irreprimible que le devuelve su propia infancia, cuando un libro de este ruso le sedujo prolongando hasta hoy esa pasión.
“Los que con perseverancia leyeron libros rusos, y en silencio tararearon La Marsellesa, han amado a maestros lejanos y ejemplares…” Así, el propio Zúñiga.
Una reedición de Los exiliados románticos. Galería de retratos del siglo XIX, de E. H. Carr (Anagrama) viene a completar la lectura. Pero, si hay que elegir, si no caben más libros en la maleta de este veraneo, no dudaría en quedarme con el primero.