Se ha celebrado en la sede de la Real Academia Española (y no “de la lengua”, por cierto) el último acto al que ha asistido, vía tecnología punta, Miguel Delibes, el Bueno, el mismo que dejara este Valle de Lágrimas hace un mes. Don Juan Carlos se había perdido el entierro porque estaba en Dubai o por ahí, y tampoco entra en sus obligaciones, de modo que el director de la RAE, Víctor García de la Concha, enhebró un buen pretexto relatando los pormenores de un encuentro en vida del autor de Mi vida al aire libre que debió cumplirse en Valladolid, para celebrar la salida de la Nueva Gramática, de Ignacio Bosque, y no pudo ser.
Inconvenientes de que los reyes asistan a estas cosas: montones de personalidades ilustres, con sus zapatos bien lustrados, collares, tacones y poderosos perfumes masculinos que solidifican el aire, junto con un millar de guardaespaldas, más o menos, copan los sitios donde debieran sentarse gentes de vida más pegada a las letras. Al menos sí hubo sillas para los muchos familiares del escritor que cazaba.
Otros inconvenientes: que no se puede estar tan cerca de Su Majestad, le Roi, como para enterarse de lo que chateó con José Bono, en medio de la expectación del respetable que esperaba en pie a que don Juan Carlos se decidiera a salir de la sala. Algo así como: “Oye, Pepe, ¿tan bueno sale el negocio de la hípica? Es que tengo unos eurillos que invertir y quizás podrías asesorarme”. Minuto y medio, por el reloj, duró el tête-à-tête. Y el presidente del Congreso de los Diputados con cara de Buster Keaton a fin de no levantar sospechas entre los malvados periodistas que abarrotaban aquello.
Me pareció sobresaliente el discurso de Luis Mateo Díez quien trajo a la audiencia la mirada de Delibes sobre los pobres, los que lo pasan mal, los inocentes burlados, la compasión del infortunio. Quedaban gigantes sus palabras ante tantos distinguidos en los que parecían rebotar para volatilizarse y subir hacia el aire libre por las chimeneas de la Docta Casa.
Y la breve intervención de MAFO –en calidad de presidente de la Fundación Pro Academia-, a quien, por cierto, ningún miembro del Gobierno intentó ponerle una zancadilla al bajar las escaleras, por sus declaraciones en el otro empleo, el de presidente el Banco de España. Miguel Angel Fernández Ordóñez recordó la preocupación de Delibes por la tierra esquilmada, el paisaje estropeado sin remedio, las especies maltratadas y lo que todo eso nos amenaza. Bien está que alguien tan en contacto con el dinero y el poder se fije en estos detalles.
Y, sorpresa, la intervención del Rey. Cuando mis orejas se disponían a recrear en silencio el primer movimiento de la cuarta de Brahms –simplemente por hacer tiempo antes de que atronaran los aplausos- va y resulta que escucho de labios del Rey el nombre de Gonzalo Sobejano. Evité la grosería de frotarme los oídos, pero no logré cerrar la boca durante unos segundos en que la mandíbula de abajo se me separó de la de arriba, sin remedio. Lo malo es que perdí la cita, pero no importa: el profesor Sobejano ha escrito mucho y bien del vallisoletano.
El caso es que fue ahí donde se produjo la conjunción en segunda acepción del DRAE: dos hombres buenos reunidos, sin estar presentes por distintas razones, en un mismo cielo de las Españas.
Agradezco a quien sugiriera ese discurso la mención tan justa. Pensé que habría sido Darío Villanueva, académico que fue rector magnífico de Santiago, pero no. ¿Quizás el propio director? Nada me extrañaría de quien ha sido fraile antes que cocinero; (no, espera, así no es...)
Hasta aquí la conjunción. Planetaria, desde luego: la primera figura que vi en lo alto de la escalera alfombrada fue Ana Gavín, directora de la Fundación José Manuel Lara, además de unos cuantos autores: Antonio Gala, del que el añorado Fernando Lázaro Carreter dejó dicho que es hombre muy inteligente, Nativel Preciado, Lourdes Ortiz y Carmen Riera. Y ya sabrán ustedes que Planeta acaba de merendarse al Círculo de Lectores, una afirmación, ésta mía, quizá exagerada por lo que Lola Ferreira, querida amiga y alma del Círculo, me susurró esbozando sardónica sonrisa, “somos socios”. De modo que ahí tenemos una conjunción venturosa amenazada por la fuerza planetaria de la concentración de codicias.
Las cuatro pantallas de televisión que invadían el recinto no quedaban bien, la verdad, y el reportaje tontainas sobre Delibes no justificaban ese adefesio, pero la voz del escritor y sus palabras recias y austeras, bellas como el campo, redimieron tan peculiar decorado.
Cuando acabó todo, José Luis Sampedro se iba al encierro de San Bernardo. ¿Sabe alguien algo de eso?
Ay, amiga. El mismo efecto hizo en mi oír el nombre de Gonzalo Sobejano: mi maestro , amigo…Voy a ver si encuentro un artículo que publicó en El Mundo con motivo de la muerte de Delibes.
En el gallinero se veía todo mejor y la prensa animaba el espectáculo!