Código Morsi: detrás de la muerte del expresidente egipcio
- La muerte de Mohamed Morsi es la metáfora perfecta de la Primavera Árabe: morir a manos de los verdugos de siempre y con la complicidad de los de siempre
- Visto todo con cierta perspectiva es fácil imaginar que la democracia nunca formó parte de los planes de los islamistas
Yamani Eddoghmi, activista en la Asociación Marroquí de Derechos Humanos
El 17 de junio pasado Mohamed Morsi, el único presidente egipcio elegido democráticamente en toda la historia del país, moría en la sala del tribunal que le juzgaba por supuesta conspiración con el grupo islamista Hamas, y por lo tanto con Qatar. La pregunta que nos asalta de forma inmediata es: ¿su muerte ha sido natural? Las autoridades egipcias, como es lógico, se afanan en defender esta versión. El informe de las instituciones penitenciarias firmado por la familia del finado eso dice. Sin embargo, Abdellah, uno de sus hijos, afirma que lo han hecho bajo presión y amenazas.
Sabemos además que el expresidente sufría diabetes junto con otras dolencias no menos graves. Nos consta por medio de organizaciones internacionales de indudable prestigio que durante su estancia en la cárcel –6 años– no recibió el tratamiento adecuado. Morsi solicitó en multitud de ocasiones alimentación adaptada a su enfermedad, pero le fue denegada sistemáticamente. En los años que duró su cautiverio el expresidente ha estado aislado 23 horas al día, sin ningún contacto con el mundo exterior, sin periódicos, ni siquiera podía tener un bolígrafo y papel en su celda y por supuesto de las visitas ni hablamos. Una detención en estas condiciones, sin duda, minaría la moral de cualquiera, por lo tanto podemos aventurarnos a afirmar que su trágico final parecía escrito de antemano. La muerte de Mohamed Morsi es la metáfora perfecta de la Primavera Árabe en su totalidad: morir a manos de los verdugos de siempre y con la complicidad de los de siempre. De lo sucedido solo nos queda revisar los errores cometidos y sacar las enseñanzas para seguir construyendo el futuro.
Primera lección: el triunfo de la contrarrevolución
El año 2011 constituyó el comienzo de una nueva era en el Mundo Árabe; los pueblos de la región al fin se levantaron con una única voz para exigir el fin de las tiranías. Con movilizaciones nunca vistas antes, exigieron “libertad y dignidad” y Egipto no era la excepción. Cientos de miles de personas formaron parte de una de las imágenes más emblemáticas de aquel proceso que, con independencia de nuestras ideas, nos llevó a pensar que estábamos ante el comienzo de un nuevo tiempo: un tiempo en el cual los pueblos oprimidos comenzarían a escribir su propia historia. De un día para otro, la Plaza al-Tahrir en El Cairo pasó a formar parte de nuestro imaginario colectivo. No obstante y llevados quizás por el entusiasmo del momento, no supimos ver el verdadero alcance y potencial de las fuerzas regresivas que el propio levantamiento llevaba en sus entrañas. Todos recordamos aquellas movilizaciones masivas que en teoría demandaban la igualdad entre mujeres y hombres, un pilar de la democracia, al tiempo que en las protestas separaban a ambos sexos; simplemente no supimos ver el peligro que todo aquello conllevaba.
Visto todo con cierta perspectiva es fácil imaginar que la democracia nunca formó parte de los planes de los islamistas. Jamás la consideraron como posible escenario. Para ellos la Primavera Árabe era un caballo de Troya para acceder a la ciudadela y hacerse con el poder. Claro que querían cambiar las reglas del juego político, pero solo si ellos se hacían con las riendas del mismo. No iban a aceptar un proceso sin saber en qué lugar les iba a colocar y qué papel les iba a tocar representar en el futuro sistema político. Eso explicaría el hecho de que nada más hacerse con el poder se apresuraran a redactar una constitución cuyo polémico artículo 11 abría la puerta nada menos que a la creación de patrullas de vigilancia de la moral pública similares a las ya existentes en Arabia Saudí.
En los asuntos de poder la ingenuidad es inadmisible. En este sentido, nos equivocaríamos si pensáramos que lo que le sucedió al expresidente Morsi se explica únicamente con los vaivenes del juego sociopolítico egipcio. Estados Unidos, Francia, Reino Unido, Israel y Arabia Saudí y sus aliados en la región de ninguna manera iban a permitir un Egipto democrático. Incluso con los Hermanos Musulmanes en el poder –que están a años luz de la democracia–, el solo hecho de que la legitimidad de su régimen emanara de las urnas podía constituir un ejemplo y generar un efecto dominó con resultados imprevisibles y por lo tanto demasiado peligroso y del todo inadmisible. No se puede obviar tampoco que la hermandad es aliado natural de Qatar y de asentarse en el poder la hegemonía de Arabia Saudí quedaría en entredicho. Visto todo ello el golpe de Estado del 3 de julio del 2013 era un escenario más que probable.
Segunda lección: los laicos y sus alianzas peligrosas
La izquierda, los liberales y la minoría cristiana son los que conforman el bando laico egipcio y los que en principio deberían contrarrestar el poder de los islamistas y arrastrar la sociedad a un sistema más justo. No obstante, sus infinitos problemas les impidieron desempeñar el papel que se esperaba de ellos: en primer lugar, no forman un grupo homogéneo, como sucede con los islamistas. Está claro que entre la izquierda y los liberales existe una desconfianza recíproca e insalvable; mientras tanto la minoría cristiana siempre se ha visto obligada a protegerse bajo el paraguas del régimen y por ello los demás grupos siempre la han visto con cierto recelo. En segundo lugar, todos ellos son movimientos inminentemente urbanos, lo que ha dejado el mundo rural y los cinturones pobres de las grandes urbes, con fuerte desarraigo, a merced de los islamistas. Si tenemos en cuenta el papel del campesinado egipcio (fallahin) en articular el panorama social del país podemos afirmar que la actitud del bando laico hacia este sector social tan crucial es cuanto menos incomprensible. Ello explicaría el triunfo islamista: 51% en las presidenciales y 63,8% en el referéndum constitucional.
Hay otro hecho que por su relevancia creo preciso señalar: si antes decía que un Egipto democrático no entraba en los planes de los islamistas, debo señalar que en los del bando laico tampoco, al menos una democracia donde los islamistas pudieran llegar a ser un actor con pleno derecho. Debemos reconocer que Morsi y los suyos habían ganado las elecciones y por lo tanto estaban legitimados para gobernar. Una cosa es no compartir los postulados de la Hermandad y otra muy distinta aplaudir un golpe de Estado militar. Los laicos –no solo los egipcios– no parecen haber calibrado aún el peligro que suponen los militares. En el Mundo Árabe no existe ninguna experiencia que nos lleve a pensar lo contrario. Da la impresión de que los laicos egipcios y de toda la región no han aprendido nada de la amarga experiencia de sus correligionarios argelinos.
Tercera lección: el principio higienizante de la barba
En Occidente existe la percepción de que la izquierda jamás actuará en contra de los intereses de las mayorías sociales. Esto sucede mientras muchas de las autodenominadas “izquierdas” día tras día no hacen más que demostrar lo contrario. Se suele decir “si la izquierda lo hace es que no quedaba otro remedio”. En Occidente, a la izquierda se le otorga el privilegio de la duda. De hecho en multitud de ocasiones han sido dichas supuestas izquierdas quienes iniciaron los peores procesos de austeridad. En los países musulmanes este privilegio de supuesta superioridad moral se otorga a los islamistas. En el imaginario popular se suele considerar que una persona con barba con apariencia devota no puede ser deshonesta. No importan las contradicciones que un barbudo pueda haber cometido o demostrado públicamente, siempre una parte importante de la sociedad buscará razones para justificar su conducta, pues de hecho se suele decir: "a tu hermano otórgale 99 razones, y si no son suficientes regálale una y completa 100".
La idea expuesta arriba socava el principio más básico de la gestión de la cosa pública y de una sana democracia, esto es, la rendición de cuentas: no se puede otorgar lo común en base a una supuesta integridad moral; sin embargo, el problema es mucho más profundo, y es que quienes defienden un Estado democrático y laico hasta el momento gozan de muy poca aceptación social. La laicidad ha sido manoseada y mal interpretada, tanto que sus defensores acabaron por confundirla con el ateísmo militante. Hay que reconocer que los aspirantes a un Estado que separa lo sagrado y lo mundano aún no han encontrado un relato que sepa diferenciar ambas esferas otorgando a cada una el espacio que le corresponde. Ojo, en los países musulmanes no se puede hacer política obviando el papel de lo sagrado en la esfera pública. Lo que con ello quiero decir es que mientras el principio higienizante de la barba –entendida esta como símbolo de lo religioso– sigue operando en el espacio público y mientras las sociedades musulmanas aún no han superado la idea de que lo sacro lo purifica todo e incluso convierte los seres humanos en personas honestas, poco se puede hacer, y la lucha por la hegemonía social y política seguirá siendo asimétricamente favorable a los islamistas. Se sabe que estos últimos carecen de un proyecto político que se adecue al espíritu de los tiempos y lo han demostrado con creces pero, igualmente se debe reconocer que los laicos, más allá de los grandes discursos bien sonantes, tampoco han sido capaces de elaborar un programa social y político y mucho menos construir un nuevo marco capaz de disputar el espacio público, movilizando así los recursos de poder necesarios para cambiar las cosas.
El debate político en los países con mayoría musulmana no puede ser una discusión bizantina sobre quién tiene razón y quién no. En este campo los islamistas tienen todas las de ganar por el simple hecho de que ellos cuentan con una supuesta “verdad” sagrada y de la que los laicos carecen. Lo esencial de la pugna política ahora mismo debe enfocarse en las instituciones y las políticas públicas. Los laicos no pueden perder el tiempo cuestionando las creencias de la gente, sino ofrecer un programa que resuelva sus problemas cotidianos: educación, sanidad, trabajo, vivienda, y todo ello colmado con una buena dosis de derechos fundamentales, solo así se puede conquistar aquellos espacios donde los barbudos arraigan y se multiplican. De los islamistas no se puede esperar que dejen de serlo de la noche a la mañana, tampoco se les puede pedir que renuncien a su obsesión por conseguir un Estado islámico, ni mucho menos que dejen de ser tan eficaces en su empeño. Todo ello es absurdo y lo único que denota es la incapacidad absoluta de los demócratas.
Reconozcamos que allí donde el Estado no llegaba ellos lo hicieron, allí donde el Estado no cubría las necesidades más básicas ellos las cubrieron o al menos ofrecieron consuelo. Mientras tanto los defensores de la libertad –los laicos– ofrecían discursos que solo ellos comprendían. En definitiva, a la gente abandonada a su suerte no se le puede echar en cara su elección y mucho menos arrebatársela.