De Gramsci a Borgen. La oportunidad perdida de Navarra

  • No es la primera vez que, tras pasar inadvertida, Navarra irrumpe de forma sorpresiva en la esfera nacional poco menos que como “cuestión de Estado”

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Uno de los hechos más sorprendentes de la actual coyuntura política ha sido la intempestiva irrupción de la cuestión navarra en las negociaciones para formar Gobierno, cuando en los análisis postelectorales prácticamente nadie había reparado en los resultados del Viejo Reino. Ahora, hasta la investidura de Pedro Sánchez parece depender de lo que ocurra en Navarra, bien para recabar el apoyo de los seis escaños del PNV o, por el contrario, de la alianza formada por PP, Ciudadanos y los regionalistas de UPN –Navarra Suma- que acusan al PSOE de entregar Navarra a Bildu.

No es la primera vez que, tras pasar inadvertida, Navarra irrumpe de forma sorpresiva en la esfera nacional poco menos que como “cuestión de Estado”. Se trata de una paradójica situación que se explica, inicialmente, en parte por su escaso peso demográfico frente a las circunscripciones “potentes” de Andalucía, Cataluña, Madrid, la Comunidad Valenciana o las dos Castillas, pero sobre todo por su peculiar complejidad que, aparentemente, presenta a una Navarra que ha pasado de tener un Gobierno “abertzale” y de izquierdas a una mayoría conservadora y “antivasca”. La primera conclusión sería, por lo tanto, que nos encontramos ante una región partida en dos.

No es tan sencillo. Son ya muchas décadas, podríamos decir desde la propia Transición, que Navarra muestra tres grandes bloques electorales: un nacionalismo vasco que domina el norte; otro “constitucionalista” en el sur con respaldo a los regionalistas del UPN y al PSOE, y una franja intermedia que atraviesa el territorio foral en diagonal, desde las comarcas prepirenáicas en torno a Sangüesa a las “riojanas” de Tierra Estella próximas a Logroño. Se trata de un segmento electoral importante, un tercio del total, que puede bascular en uno u otro lado, hacia la derecha o la izquierda, hacia posiciones vasquistas o navarristas. En este mismo sentido, también sería un craso error considerar el voto de UPN o del PP monolíticamente antivasco, al importante respaldo que había logrado Podemos poco menos que de extrema izquierda.

Para comprender la situación política de Navarra hay que tener en cuenta otro importante factor que no es exclusivo de la política navarra, pero que ha sido determinante en los últimos tiempos: la capacidad o incapacidad para gestionar correctamente una realidad social compleja.

Un buen ejemplo ha sido el Gobierno cuatripartito liderado por las formaciones nacionalistas Geroa Bai y Bildu con el respaldo de Podemos y la marca local de Izquierda Unida, Izquierda-Ezkerra. Desde la campaña por el llamado Estatuto Vasco-navarro o de Estella, en 1931, no había surgido una ocasión tan clara para estrechar las relaciones de Navarra con la Comunidad Autónoma Vasca. Era una oportunidad histórica y el Gobierno navarro tenía la obligación de aprovecharla de forma adecuada para restablecer la normalidad de ese histórico ámbito territorial vasco-navarro tendiendo puentes hacia otros segmentos del electorado navarro.

Sin embargo, el Gobierno cuatripartito ha caído en la trampa de patrimonializar asuntos sensibles que afectan al conjunto de la sociedad, enarbolando en exclusiva la bandera del euskera, de la cultura vasca, del cambio social, de la Memoria Histórica, de los derechos de la mujer... polarizando así a la opinión pública, como si realmente Navarra estuviera dividida en dos bandos irreconciliables condenados inexorablemente al enfrentamiento; en definitiva, rompiendo amarras en vez de tender puentes para ampliar y reforzar el apoyo popular a esa fórmula de gobierno.

En los casos de Podemos e Izquierda-Ezkerra, se han llegado a presentar posturas maximalistas, como ha ocurrido al propugnar el derribo del llamado Monumento a los Caídos en vez de reconvertirlo en museo, de cerrar el Museo del Carlismo en Estella o apoyar a los “okupas” del palacio barroco de Rozalejo en Pamplona contra el criterio de otros socios del cuartipartito. Apropiarse del voto como si fuera un cheque en blanco, actuar de forma sectaria a espaldas de la realidad social, despreciando el consenso, tiene su precio. La debacle de ambas organizaciones en muchas zonas de Navarra es una buena muestra de ello, así como el consiguiente cambio radical de alianzas que, como se ve ahora, puede incluso afectar a la gobernabilidad del conjunto del Estado.

Tener en cuenta la heterogeneidad de una sociedad y, por lo tanto, la búsqueda de nuevas fórmulas de intervención política, huyendo de la polarización, de la división entre izquierda y derecha, entre vasquistas y antivasquistas, incluso planteando alianzas contra natura, no es un fenómeno nuevo, propio de estos tiempos políticamente tan revueltos en los que parece estar en crisis el tradicional sistema de partidos.

Fue ahora hace ya nada menos que un siglo, cuando Antonio Gramsci, tras la frustrada experiencia de los Consejos de Fábrica en el norte de Italia, a imitación de los soviets bolcheviques, puso patas arriba las estrategias para llegar al poder por parte de las vanguardias, como era usual hasta entonces, desde el despotismo ilustrado al leninismo pasando por el periodo jacobino de la Revolución Francesa.

Gramsci, uno de los teóricos marxistas contemporáneos más clarividentes, tuvo el valor de reconocer que la situación de la Europa meridional era muy peculiar, que la influencia de la religión, de otros componentes culturales y tradiciones históricas en la sociedad seguía siendo muy sólida y que la llegada al poder no garantizaba el respaldo social si, previamente, no se había logrado una hegemonía cultural y transversal entre la población. Gramsci elaboró, a partir de entonces, sus teorías sobre el “nuevo bloque histórico” para liderar esa hegemonía, que, en los años 70, derivaría en el “compromiso histórico” o incluso el “eurocomunismo”. En este sentido, dentro de la izquierda, se está produciendo una involución ideológica de casi cuatro décadas, respecto a cuando José Sandoval, histórico dirigente del PCE, reconocía públicamente en 1976 el error de haber atacado a la religión antes de la Guerra Civil o admitiendo que entonces también se había producido un choque entre “el campo y la ciudad”. Se sigue, por otro lado, pensando que basta con ocupar parcelas de poder tras unas elecciones para transformar la sociedad con “políticas correctas” a golpe de decreto sin necesidad de trabajar al mismo tiempo esa hegemonía cultural de la que hablaba Gramsci hace ya un siglo.

El Gobierno Cuartipartito de Navarra ha tenido su oportunidad de explorar nuevas vías de acción política, incluso de alianzas contranatura, como el transgresor “compromiso histórico” del PCI en la estela gramsciana, o con vías tan sugerentes como la planteada por la primera ministra danesa Birgitte Nyborg en la famosa serie televisiva Borgen, aunando voluntades con políticos de posiciones enfrentadas, siempre, claro está, si se tiene el valor de romper, como ocurre en Borgen, la sacrosanta disciplina de partido. Ha sido una oportunidad histórica, pero perdida, desaprovechada, que probablemente no vuelva a repetirse en décadas. Ahora el reto pasará a los “constitucionalistas” del PSOE, si cuentan con el apoyo de Bildu, o de Navarra Suma (UPN, PP y Ciudadanos), que no debieran caer en el mismo error de gobernar a espaldas de una sociedad tan heterogénea como la navarra.

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