Las universidades públicas catalanas y sus estudiantes, cobayas en una prueba piloto neoliberal

  • Un fantasma recorre Cataluña: el de la ILP por la rebaja de los precios universitarios
  • Las transferencias de la Generalitat a las universidades públicas se han reducido en un 29 % de 2010 a 2016

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Albert Corominas es catedrático emérito de la UPC

“Para reducir el déficit presupuestario, una reducción muy importante de la inversión pública o una disminución de los gastos operativos no implica ningún riesgo político. Si se reducen los gastos operativos, se debe tener cuidado de no reducir la cantidad de servicio, aunque baje la calidad. Por ejemplo, se pueden reducir los presupuestos de funcionamiento de escuelas y universidades, pero sería peligroso restringir el número de estudiantes. Las familias reaccionarán violentamente ante una negativa a inscribir a sus hijos, pero no a una disminución gradual de la calidad de la enseñanza y la escuela puede obtener progresiva y puntualmente una contribución de las familias, o suprimir alguna actividad. Esto se hace poco a poco, en una escuela pero no en la escuela vecina, de manera que se evite un descontento general de la población.”

Christian Morrisson (1996) La Faisibilité politique de l’ajustement. Cahier de politique économique, nº 13. Centre de Développement de l’OCDE.

Un fantasma recorre Cataluña: el fantasma de la ILP por la rebaja de los precios universitarios. Y, al parecer, todas las fuerzas intelectuales de la derecha neoliberal se han unido para conjurar este fantasma.

¿De qué se trata? Es una iniciativa legislativa popular (ILP) en la que se propone una rebaja de los precios vigentes en las universidades públicas de Cataluña en la línea de tres mociones aprobadas en 2016 y 2017 por el Parlament e incumplidas por el gobierno de la Generalitat. La ILP, promovida por asociaciones estudiantiles, cuenta con la adhesión de numerosas personas y entidades, como sindicatos, la FAPAC (Federació d’Associacions de Mares i Pares de Catalunya) y la ACUP (Associació Catalana d’Universitats Públiques).

La ILP se encuentra todavía en la fase de recogida de las 50.000 firmas necesarias para que sea admitida a trámite en el Parlament de Catalunya, pero ya ha generado una intensa polémica, incluso con algún elemento dialéctico agresivo, con al menos tres intervenciones en contra (la que dio el disparo de salida), procedentes del ámbito de los partidos que sostienen el gobierno de la Generalitat, y cuatro a favor.

Cuándo se originó la polémica

A finales de 2007, asociaciones empresariales, con apoyos diversos lanzaron una campaña de críticas a la universidad pública, que tenía ya algunos precedentes, uno de cuyos objetivos consistía en subir más o menos progresivamente los precios de las matrículas al nivel de los costes del servicio (lo cual, por supuesto, se decía, debería ir acompañado de un sistema de becas, de modo que la falta de recursos económicos no impidiera a nadie el acceso a la universidad).

Pero el hecho crítico es la aprobación del Real Decreto-ley 14/2012, impulsado por el entonces ministro Wert, después de que estallara la crisis y en plena sintonía entre el gobierno de Rajoy y el de Mas (¡apuntalado por el PP!). El 14/2012 amplió la horquilla dentro de la cual las comunidades autónomas fijan los precios de la universidad, de manera que estos podían aumentar hasta en un 66,67 %. Como sucedió, con efectos para el curso 2012-2013, en el caso de Cataluña, donde el anuncio del aumento de precios se simultaneó con el lanzamiento de las denominadas Beques Equitat, que en realidad no son becas, sino descuentos de cuantía variable, en función de la composición y la renta familiares. Cataluña, que paralelamente, de 2010 a 2013, redujo la subvención pública al sistema universitario en un 32 %, pasó de este modo a tener unos precios universitarios que se sitúan entre los más caros de Europa y a ser la comunidad autónoma en que la universidad pública es más cara (ver diversos informes del Observatori del Sistema Universitari, de los que proceden también la mayoría de datos que aparecen en este artículo). Las otras comunidades autónomas, salvo Madrid, optaron en 2012 por aumentos menores y, en general, han aplicado estos últimos cursos reducciones de diversa cuantía.

En Cataluña, en el curso 2018-2019, el precio de la primera matrícula de los 60 créditos que comprende un curso de grado es de 1.516, 2.146 y 2.372 euros, respectivamente para estudios con lo que se denomina estructura docente A (como Derecho), B (como Física) y C (como ingenierías). Estos precios son 2,57, 2,83 y 3,13 veces mayores que los correspondientes a las comunidades autónomas con los precios más bajos (Galicia en estudios A, Andalucía y Cantabria en estudios B y Andalucía en estudios C). Para un análisis completo del coste de precios y tasas se han de tener en cuenta también los precios en el caso de segundas y sucesivas matrículas (al repetir asignaturas), los cambios de clasificación de los estudios en cuanto a la estructura docente (pasar de A a B supone, en Cataluña, un aumento del 42 %) y las tasas (administrativas o de expedición del título, por ejemplo).

Los ingresos por precios públicos por estudiante en Cataluña eran en 2016 de 2.540 euros, los más elevados de toda España, un 32 % superiores a los de Madrid, que es la segunda CA por este concepto y 2,89 veces mayores que los 880 euros por estudiante de Andalucía, la última. En cambio, en transferencias de fondos públicos por estudiante (2016) Cataluña es la antepenúltima, con 5.287 euros, que no llegan a superar en un 4 % a los 5.092 de Extremadura (última CA) y son un 41 % inferiores a los 8.899 del País Vasco (primera). En euros constantes, las transferencias de la Generalitat a las universidades públicas se han reducido en un 29 % de 2010 a 2016, mientras que los ingresos por precios públicos, es decir, la aportación del estudiantado y sus familias, han aumentado, entre las mismas fechas, en un 80 %.

En Cataluña, en pleno shock por los múltiples y profundos recortes derivados de las políticas aplicadas a raíz de la crisis, y en medio de las turbulencias generadas por el procés, las subidas de los precios universitarios no suscitaron resistencias significativas al principio, pero después asociaciones y órganos representativos del estudiantado, así como grupos parlamentarios de izquierdas, han ido exigiendo una vuelta progresiva a los niveles de precios vigentes antes de 2012, a veces en la perspectiva de la gratuidad.

Y en qué consiste tal polémica

En síntesis, una parte reclama una reducción general del 30% en los precios y un aumento equivalente de la subvención a las universidades públicas y la otra alega que esto no es posible presupuestariamente y que además no es equitativo rebajar el mismo tanto por ciento con independencia de la renta familiar.

Uno de los detractores de la ILP construye su discurso nada menos que sobre la contraposición entre Platón y Aristóteles. Las personas y organizaciones que impulsan la ILP serían ilusas idealistas platónicas que, en su afán por justificar su propuesta, llegarían incluso al ridículo, en lugar de tener los pies en la tierra como Aristóteles (quien, por cierto, y contra toda evidencia empírica, estaba convencido, de que la velocidad adquirida por los cuerpos en caída libre es directamente proporcional a su peso). Quienes defienden la ILP, en cambio, creen que se trata de algo tan razonable como acercarse, en política de precios universitarios, a países como Francia, Alemania o muchos países escandinavos, reducir las diferencias injustificadas con las otras CCAA, iniciar el camino para volver a unos precios comparables a los anteriores a 2012  o, simplemente, ven la ILP como la única forma de que el gobierno de la Generalitat cumpla con lo que el Parlament, invocado en tantas ocasiones como depositario de la voluntad del pueblo de Cataluña, ha acordado reiteradamente.

Pero el debate en torno a la ILP tiene un alcance mucho mayor. Y debe tenerse en cuenta el telón de fondo sobre el que tiene lugar.

El sistema universitario público catalán muestra síntomas de fatiga

Recortes, aumento de precios, pérdida del poder adquisitivo de los salarios del personal, retención de pagas extras y congelación de plantillas han llevado al sistema universitario público catalán a una situación delicada, como han puesto de manifiesto en reiteradas ocasiones rectora, rectores y presidentes de consejos sociales. Es cierto que, pese a todo ello, el esfuerzo del personal ha permitido mantener hasta cierto punto la cantidad y la calidad de la actividad académica, pero dicho esfuerzo no puede prolongarse indefinidamente.

Por otra parte, y estos datos son extremadamente preocupantes, la proporción de acceso al grado en centros propios de universidades públicas, en relación con la población de 18 años de edad, ha bajado 6,6 puntos de 2010 a 2018 (del 48,6 al 42,0 %) y 7,0 puntos si consideramos el conjunto de todos los centros presenciales, públicos y privados (del 64,4 al 57,4 %). En relación con este porcentaje, Cataluña, desde 2011-2012 a 2017-2018 ha descendido de la 4ª a la 8ª posición entre las comunidades autónomas. Por supuesto, no cabe atribuir toda la responsabilidad de esta evolución negativa al aumento de precios, pero la pretensión de que este no ha tenido influencia alguna es contraria a los supuestos de la más elemental teoría económica, como lo hizo notar hace unos años el vicepresidente de la Fundación Conocimiento y Desarrollo en la presentación de un informe de dicha fundación.

En cualquier caso, los recortes que han padecido y padecen la mayoría de las universidades públicas españolas comprometen seriamente el futuro de un sistema universitario que había alcanzado y mantiene todavía niveles altos de eficacia.

El debate sobre la ILP se produce pues en este contexto. Veamos ahora los antiargumentos principales de los detractores de la iniciativa.

Antiargumento 1: bajar los precios supondría empeorar la calidad del sistema

Lo que se basa en el supuesto de que no va a aumentar la subvención pública a la universidad y que esta se tiene que seguir financiando en una proporción substancial vía precios públicos, es decir, con el dinero de estudiantes y familias.

Esto lo dicen, impasiblemente, miembros destacados del partido del gobierno que, con entusiasmo y diligencia, llevó a cabo los recortes o que se sitúan en el ámbito del gobierno actual de la Generalitat que, con algunos retoques, los mantiene, en el marco de unos presupuestos, los de 2017 (“antisociales, liberales y continuistas”), según una de las corrientes de la CUP, uno de los grupos parlamentarios que, con su apoyo, los hizo posibles.

Es el mismo gobierno que subvenciona a la escuela concertada, aunque esta discrimine e incumpla la ley al cobrar elevadas cuotas a las familias.

Esto nos lleva al antiargumento siguiente.

Antiargumento 2: no hay dinero y, si lo hubiera, debería destinarse a necesidades más prioritarias

Este tipo de antiargumento es clásico en los debates presupuestarios.

Se parte de unas cuentas en que la cuantía y la procedencia de los ingresos está fijada, el gasto se distribuye de acuerdo con unos criterios políticos determinados e inevitablemente unas necesidades quedan peor cubiertas que otras. Supongamos, por ejemplo, que la escuela infantil resulta prácticamente ignorada en los presupuestos públicos y que alguien reclama más dinero para la universidad. Respuesta: ¿cómo tiene usted la desfachatez y la falta de sensibilidad social necesarias para pedir que se priorice a la universidad sobre la escuela infantil, cuyas carencias son la fuente mayor de discriminación y de desigualdad de oportunidades?

Claro, quien da la respuesta es quien antes ha relegado a la escuela infantil en un presupuesto en que seguramente todo el mundo podría considerar como menos prioritarias muchas otras partidas. Si entráramos en este tipo de razonamiento correríamos el peligro, por ejemplo, de suprimir el mantenimiento de las carreteras o las distinciones culturales institucionales o de cerrar teatros y museos, medios de comunicación o comisarías.

Este tipo de discusión no es serio. Un presupuesto se ha de valorar globalmente, tanto en lo que se refiere a los ingresos como a los gastos, y ha de atender las necesidades del país, en la medida que su nivel económico lo permita. Se trata de decidir qué sistemas de salud, de enseñanza, de protección social, de seguridad, cultura… se pueden sostener en unas circunstancias determinadas y de repartir los recursos de forma equilibrada en relación con los objetivos. ¿Es razonable que, teniendo en cuenta los niveles de desarrollo económico respectivos, las transferencias por estudiante universitario en Cataluña no lleguen a superar en un 4% a las de Extremadura? Pero es que en Cataluña la subvención pública a las universidades representaba en 2015 un 0,43 % del PIB catalán, mientras que en Extremadura este porcentaje ascendía al 0,62 y en Andalucía al 0,82.

Antiargumento 3: el aumento de precios universitarios es una medida redistributiva que favorece a las capas sociales más desfavorecidas

Se puede interpretar así: como los fondos públicos con que se subvenciona a la universidad proceden de los pobres y a la universidad van preferentemente los ricos, hay que subir los precios para corregir esta injusticia. El dinero así obtenido permite reducir la subvención sin hundir por completo la universidad e incluso hacer descuentos en la matrícula a las familias que declaran rentas bajas.

Este antiargumento, que llega a conmover hasta casi hacer saltar las lágrimas, por la sensibilidad social que manifiestan quienes lo esgrimen, es el más importante, a la vez que sorprendente, en boca de organizaciones empresariales conservadoras y de políticos de partidos que practican políticas de derechas, es decir, favorables a las gentes de arriba y contrarias a las de abajo. Partidos que defienden la supresión de los impuestos de patrimonio y de sucesiones y que no aceptan una reforma progresiva del IRPF (que ahora mismo es básicamente un impuesto sobre las rentas del trabajo).

No obstante, puede tener algún eco entre personas con una visión desfasada de la universidad y del papel que juega actualmente en la sociedad. Ciertamente, hace ya muchos años, la universidad era una institución formadora de élites, a la que solo accedía una exigua minoría. Pero la proporción de jóvenes que entra ahora en la universidad es del orden del 50 % aunque, eso sí, con una composición sesgada en relación con la de la sociedad en su conjunto, ya que en ella están sobrerrepresentados los grupos sociales con rentas y niveles culturales altos. Y ello es lo que parece dar pie a defender la subida de precios como una medida redistributiva, un trasunto posmoderno de Robin Hood.

La idea no es nueva. Sin ir más lejos, se encuentra ya en el documento “Una universidad al servicio de la sociedad”, que publicó el 18 de diciembre de 2007 el Círculo de Empresarios, una entidad que no se distingue precisamente por sus posiciones progresistas (aunque es obligado reconocer que su propuesta de aumento de precios –a los que, inapropiadamente, denominan tasas− se centra en los estudios de posgrado). Y se inserta en el proyecto neoliberal de mercantilización de servicios y de reducción del peso del sector público.

El antiargumento se apoya en el supuesto, generalmente implícito, de que los fondos públicos proceden básicamente de las rentas del trabajo y del IVA (un impuesto regresivo, al que contribuyen con una mayor proporción de su renta los grupos con menores ingresos) y en el hecho de que los grupos sociales menos favorecidos económica y culturalmente están infrarrepresentados en la universidad y, dándolo tácitamente por inamovible, defiende una medida que tiende a reforzarlo.

Se dice que los precios públicos no son una barrera para el acceso a la universidad de las personas con pocos recursos económicos, y que la barrera real consiste en el hecho de no poder renunciar a los ingresos por trabajo que podrían obtenerse como alternativa al estudio. Estamos de acuerdo en que el coste de oportunidad de estudiar es una barrera muy importante, aunque no la única; también hay barreras culturales junto a otras barreras económicas (como el coste de los servicios, tales como residencia y transporte), entre las cuales se encuentran por supuesto los precios públicos y, desde el RDL 14/2012, la incertidumbre de cómo van a evolucionar en el futuro. Pero aumentar los precios sin otras medidas (becas-salario, subvenciones a servicios, residencias públicas) no favorece el acceso a la universidad de los sectores infrarrepresentados. Y lo que proponen los detractores de la ILP es mantener las Beques Equitat (aun reconociendo su carácter paternalista, puesto que se basan en la renta familiar y no en la de la persona que se matricula) y, en todo caso, establecer un sistema de créditos a devolver después de terminar los estudios, lo que conduciría, como ha ocurrido ya en los países anglosajones, a un endeudamiento masivo de una buena parte de la juventud, que agravaría la gran diferencia en las condiciones iniciales de su trayectoria profesional posuniversitaria entre estudiantes de familias ricas y de familias pobres.

Que las familias que no sean pobres paguen, pues, y así se podrá mantener un sistema universitario que, si no, dada la insuficiencia de la subvención pública que recibe, sería un desastre. Pero subir los precios de las universidades públicas mejora la competitividad de las privadas y las familias que opten por ellas ya no subvencionarán a las menos prósperas que se queden en las públicas.

Subir precios y reducir la subvención, además de favorecer a las privadas, permite matar otros pájaros con el mismo tiro: reducir el peso del sector público y dificultar el acceso a la universidad, y potenciar lo que puede ser una substanciosa línea de negocio bancario.

Todo esto es importante, pero vayamos finalmente al núcleo de la cuestión.  El RDL 14/2012 y su aplicación en Madrid (con Esperanza Aguirre) y en Cataluña (con Artur Mas y el apoyo del PP de Sánchez-Camacho) pueden verse como una prueba piloto,  propiciada por las características peculiares del acceso al sistema universitario, de la mercantilización de los servicios públicos, que favorece a la iniciativa privada y que, en la medida en que llegara a ser aceptada socialmente, establecería un precedente aplicable al acceso a todos los servicios públicos no obligatorios, como las enseñanzas de bachillerato o el sistema judicial.

La resistencia empedernida, más allá de lo razonable, del gobierno de la Generalitat a cambiar su política de precios universitarios hace pensar que lo que está en juego no es la mera rebaja de un 30%, con la que, al fin y al cabo Cataluña seguiría estando entre las comunidades autónomas con precios altos, sino un modelo de fiscalidad, en que los  impuestos perderían buena parte de su papel redistributivo, especialmente importante en un mundo en que las desigualdades en rentas y patrimonios han llegado a extremos que hace unos pocos años eran impensables. Es decir: la gente rica tiene derecho a tener lo que tiene y a ganar lo que gana; como se lo merece, no hay casi nada que corregir, no se la debe agobiar a golpe de impuestos. Es justo, pues, que tenga acceso a más servicios y con mayor facilidad. Se trataría, pues, de generalizar el pago por uso y, para evitar situaciones que pudieran poner en peligro la denominada cohesión social, aplicar descuentos variados a quienes acrediten, tanto si la tienen como si no (es bien conocida la incidencia del fraude social por estos lares), la condición de pobre. Así las desigualdades se mantendrían y reforzarían, y la calidad de los servicios públicos se deterioraría progresivamente.

A fin de cuentas, la cuestión es optar por restringir el acceso a la formación, concebida como un capital privado, para mantener las jerarquías sociales, o por ponerla al alcance de una mayoría cuanto más amplia mejor, porque una sociedad de personas cultas es mejor como sociedad y es una mejor sociedad para las personas que la constituyen. Finalmente, se trata de opciones ideológicas, vinculadas a intereses de clase.

La ampliación del acceso a la universidad, aunque todavía insuficiente y desigual, ha sido una conquista democrática que, como tantas otras, el neoliberalismo pretende abolir. La batalla en torno a la ILP no se debe considerar una cuestión menor, porque es una batalla por la igualdad. La causa de la ILP es una causa de izquierdas.

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