El Estado de Israel en su 70 aniversario: ni legítimo ni democrático
El Estado de Israel puede celebrar en su 70 aniversario el cenit de su poder militar, así como un historial de abusos y exacciones que muy pocos Estados, a lo largo del tiempo, han conseguido acumular. En estos momentos dirige sus provocaciones y amenazas a la última potencia regional que puede hacerle frente, Irán, aprovechándose de una circunstancia histórica singular, como es la devoción que le profesa el presidente norteamericano, Donald Trump, que en realidad actúa como pelele del Estado sionista. Aun así, no hay que cejar en el análisis del sionismo y su criatura, una anormalidad permanentemente perturbadora en la escena internacional. Un Estado sionista, que pretende ser judío (racial), pese a que nadie puede esperar que represente “a los judíos de todo el mundo”. Su carácter de sionista marca el triunfo de una secta, o una filosofía política, que ha aprovechado, y aprovecha, las circunstancias históricas con señalada habilidad e incontestable éxito para imponerse a otros pueblos, a la legalidad internacional y a la justicia universal.
El Estado que surgió en la Palestina árabe de 1917 fue el resultado de la increíble indecencia del Gabinete británico, que concedió una tierra que no le pertenecía al movimiento sionista, como resultado de las tremendas presiones que éste ejerció sobre aquél. El proceso que siguió, consistente en esencia en el empeño (por los sionistas) y la complicidad (por los británicos) por alterar la mayoría palestina mediante una inmigración judía masiva, fue un espectáculo continuado de crímenes coloniales y sionistas, que la resistencia palestina no pudo afrontar por ningún medio; un proceso demográfico e inmobiliario respaldado por ingentes medios financieros
En su 70 aniversario, el Estado sionista se abate –por anexión, ocupación o control– sobre un espacio físico que excede en mucho el territorio que le atribuyó en 1947 (con muy dudosa legalidad) la Asamblea General de las Naciones Unidas, gracias al botín de guerra resultante de cada enfrentamiento armado con los Estados árabes vecinos, así como al sometimiento de la población palestina prácticamente inerme, a los que su crecientemente poderosa maquinaria de guerra ha humillado una y otra vez.
Con este panorama, tan resumido como insuficientemente descrito en felonías, sólo el sionismo y sus simpatizantes pueden pretender que el Estado así construido deba considerarse legítimo o ni siquiera democrático. Porque en cuanto a la pretendida legitimidad histórica sobre el territorio que ocupa en la Palestina histórica, es decir, a los bien conocidos “derechos eternos” y profundos, lo que se sabe muy bien es que se trata de la promesa exclusivista que un Dios exclusivo hace al pueblo, digamos pre judío, surgido de la Baja Mesopotamia, de la tierra de otros: la de los cananeos. Así lo hace el relato del Pentateuco, o Torá; y en base a esto los ateos sionistas exigieron al Imperio británico una segunda promesa sobre una tierra que no le pertenecía (antes incluso de arrebatárselo a los turcos, últimos dueños de ese territorio durante cuatro siglos): la Palestina de la Siria histórica.
Esta legitimidad, imposible de reconocer, la ha impuesto Israel a lo largo de la historia mediante la guerra y la imposición, inspirado casi siempre por ese Dios atroz que, por otra parte, no ha dejado de castigarle, en más de una ocasión, con penas proporcionadas a sus inmensos crímenes… Se trata del relato, mítico y contrahecho, que la literatura bíblica ofrece al mundo con éxito sin par. Hay que destacar que esa legitimidad imposible, es decir, la ilegitimidad pretendida por los sionistas viene aflorando en el trabajo científico de los llamados “nuevos historiadores israelíes” que, al igual que muy serios arqueólogos, también israelíes, ya no admiten la manipulación.
Al mito de la legitimidad histórica se añade el de la constitución, frente a los vecinos Estados árabes incultos y semisalvajes, de un Estado democrático de corte occidental, como obra ejemplar de los sionistas europeos, originarios en su mayor parte del Imperio ruso y la URSS. Un mito tan difícil de digerir como fácil de derrumbar, sobre todo si atendemos a la tensión y el estrés a que Israel somete al mundo debido a su explosiva excepcionalidad, ya que sus provocaciones e injerencias bélicas en la región amenazan con crisis que pueden resultar de un alcance dramático fatal.
Porque no son sólo las elecciones periódicas ni el parlamento lo que define en realidad a un Estado como democrático, y menos cuando se trata de un Estado fanático de hecho (en la política) y teocrático de inspiración (por la historia). A la pretensión democrática se oponen, frontalmente, (1) la invasión, ocupación y pillaje de territorios de otros pueblos y otros Estados, con la práctica continuada de limpieza étnica, así como el rechazo a reconocer los derechos (como así hizo la ONU) de los 800.000 palestinos que abandonaron hogares y bienes en 1948-49, manu militari (la Nakba siempre presente) de resultas de la primera guerra árabe-israelí y del plan previsto por el primer Gobierno sionista de despoblación de las aldeas y ciudades palestinas, alterando inmediatamente los límites geográficos de la resolución de la Asamblea General; (2) la discriminación legal de los árabes israelíes; (3) la continua producción de legislación basada en la guerra y el “derecho de conquista”, así como la de carácter racista y de expolio sobre las poblaciones palestinas y sus recursos naturales y económicos, con estrangulación de Cisjordania y, más aún, de Gaza; (4) la violación sistemática de los Derechos Humanos en los territorios palestinos y las cárceles que encierran a miles de militantes; (5) las interferencias religiosas múltiples y decisivas, de partidos religiosos, ultras y xenófobos que imponen políticas incompatibles con una democracia ordinaria (laica); (6) el permanente desafío a la legalidad internacional, incluyendo numerosas resoluciones del Consejo de Seguridad y la Asamblea General, no siendo menor el rechazo a firmar el Tratado de No Proliferación Nuclear, pese a disponer del arma atómica desde los años de 1960, pretendiendo mantenerse como la única potencia nuclear en Oriente Próximo; (7) el racismo declarado y práctico, con partidos y líderes que más se alinean con la tipología nazi que con la cultura o la espiritualidad judías; (8) la constitución de hecho de un sistema de apartheid en los territorios palestinos, que comporta la conversión de Cisjordania en bantustán, con el infamante muro que la cerca, y la asfixia física de Gaza, que son objetivos y políticas orientadas a la anexión de la Cisjordania y Jerusalén, con la proliferación, respaldada oficialmente, de asentamientos pirata de colonos y la continua humillación de la Autoridad Palestina resultado de los Acuerdos de Oslo de 1993; (9) la prolongada vigencia del estado de excepción y el predominio de un poder militar incontestado, configuradores de un régimen militar-policial; (10) las periódicas y demoledoras operaciones militares de represalia y castigo contra los militantes palestinos y las poblaciones civiles, como sucede con la Franja de Gaza.
Frente a estos obstáculos, que tan radicalmente dificultan que Israel sea considerado un estado legítimo y democrático, éste exhibe como argumentario estructural que quienes luchan por su patria expoliada, oponiéndose al invasor y ocupante, son terroristas y que quienes en todo el mundo critican sus crímenes continuados, son antisemitas; y en esto le sigue, entre el fervor y la ignominia, casi todo el Occidente judeo-cristiano.